domingo, 2 de junio de 2013

La viveza que no debe apañarse

Con licencia para matar

 

Según el Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, en los procesos de selección que se convocan para la ejecución y consultoría de obras no se admiten las propuestas económicas por montos menores al noventa por ciento del valor referencial. Antes del 2008 esta disposición estaba en la propia Ley y no en el Reglamento, lo que pone de manifiesto la intención del legislador de mantener el precepto que periódicamente despierta la oposición de ciertos analistas que desconocen las particularidades de esta clase de actividades.

Para quienes no debería haber límites y por consiguiente para quienes se debería aceptar y evaluar toda clase de propuestas económicas, incluso aquellas que la legislación internacional y la doctrina especializada conoce como “ruinosas” o que califica con términos similares, si se otorga la buena pro a un postor que no puede cumplir a cabalidad con todas sus obligaciones pues se le aplican las penalidades previstas y de ser el caso se le resuelve el contrato y se le ejecutan las fianzas entregadas en garantía de su fiel ejecución.

Si ello fuese así de simple, que no lo es, en principio la entidad se quedaría sin la obra que requiere muy probablemente con la habitual prisa con la que se vive en el Perú. En seguida, si le quedasen fondos suficientes, tendría que convocar un nuevo proceso o, si fuese posible, invitar a los postores originales para que continúen con lo que queda pendiente. No es tarea fácil. Lo más seguro es que, en tal eventualidad, la obra quede inconclusa si es que en efecto algo se avanzó.

Hay otro escenario, sin embargo, más grave aún. La hipótesis es que la obra termina, pasa el período de garantía que el Código Civil fija en cinco años y la LCE en siete años, y después se viene abajo o empieza a evidenciar los defectos de su construcción. ¿A quién le reclama la entidad? El contratista ejecutor ya no es responsable y aunque lo fuese, ya no está, se ha ido y sus fianzas han caducado en exceso. Hay obras de infraestructura que por su propia naturaleza están destinadas a larga duración y por eso mismo sus deficiencias no se advierten sino con el paso de los años. Un buen constructor, de prestigio, las evita. Un mal constructor, apurado por acumular contratos, no. Puede resultar adjudicatario de la buena pro, puede ofrecer las garantías que las normas exigen, pero al final puede no hacer un trabajo o prestar un servicio que se sostenga en el tiempo.

Para impedirlo –o por lo menos para intentar impedirlo, hasta el momento con éxito– existe la prohibición de ofertar por debajo de un límite que se considera más o menos viable. Si a ello se agrega que los valores referenciales no son calculados correctamente y que resultan insuficientes para las tareas que se demandan, puede el lector rápidamente darse cuenta de que admitir ofertas más abajo del noventa por ciento de esos valores, termina siendo un acto de suicidio o de viveza que la legislación no tiene por qué apañar.

J.B.

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