lunes, 31 de agosto de 2020

El escenario dantesco que está a punto de reproducirse

DE LUNES A LUNES

La mayoría de edificios que se construyen en el Perú no tienen ninguna clase de supervisión. El constructor la considera innecesaria y el propietario de la obra confía en él. Además sabe de sobra que contratarla le incrementa los costos y lo que quiere es reducirlos. La realidad ha puesto en evidencia que no es ningún ahorro habida cuenta de que con frecuencia el dueño debe reparar una serie de deficiencias que aparecen con posterioridad y que se hubieran podido evitar con la presencia de un profesional diligente dedicado a controlar directa y permanentemente todo el proceso. Al final le cuesta mucho más reparar lo que se hizo mal que subsanar el error sobre la marcha en plena ejecución. Lo barato sale caro, como siempre.

Lo peor es cuando las construcciones se vienen abajo como consecuencia de un pequeño temblor, deslizamiento de material o lluvia prolongada o de volumen mayor, poniendo de manifiesto las pésimas estructuras sobre las que estaban levantadas. Las primeras planas de diarios y noticieros suelen dar cuenta de estos hechos lamentables que a menudo se llevan consigo varias vidas humanas al margen de las pérdidas económicas que acarrean y de los juicios y responsabilidades subsecuentes para promotores y autoridades.

Ese escenario dantesco está a punto de reproducirse a escala mayor si es que se confirman los rumores que circulan con una intensidad inusual y que anuncian que tampoco habrá supervisiones directas y permanentes en las obras públicas que se construyan en el país en el futuro para beneplácito evidente de quienes pretenden a toda costa y sin medir sus consecuencias, aumentar utilidades en forma indebida colocando menos concreto, menos fierro, menos cemento, menos lajas, menos losas, menos mayólicas, menos baldosas, menos accesorios. Menos o de menor calidad, desde luego. Quienes ponen menos maquinaria y equipos o de menor calidad, o por menos tiempos que los pactados. Quienes llegan al extremo de poner menos profesionales o de experiencias menores a las exigidas. Menos obreros y menos mano de obra calificada.

Ya no serán edificios, serán carreteras, puentes, hospitales, postas médicas, grandes unidades escolares, centrales hidroeléctricas, conjuntos habitacionales, aeropuertos, diques, metros y toda la amplia gama de obras que hace el Estado a través de sus múltiples reparticiones. Las vidas humanas que podrán perderse serán mucho mayores, por cierto. Los riesgos, en todo sentido, serán igualmente más grandes.

¿El motivo? La creencia de que la supervisión es en un obstáculo para el cabal desarrollo de los proyectos. Los contratistas se quejan de que los profesionales que verifican su labor son muy exigentes, que confunden sus tareas con las de la Contraloría General de la República hasta convertirse en auditores todavía más exigentes que los que ejercen la tarea de cautelar la correcta inversión de los fondos públicos. En la eventualidad de que esta apreciación sea cierta, es posible que el origen de esa conducta no esté en el propio supervisor sino en el mismo órgano de control que tiene tal cantidad de normas que siempre encuentra una para aplicársela al profesional que inspecciona y verifica el trabajo del contratista para presionarlo hasta ahogarlo y hasta convertirlo no en un aliado sino en un espadachín al que lanza despiadado contra el ejecutor para que haga las tareas de detalle que el desdeña. Eso no puede continuar así. Pero que esté así, pese a ello, no justifica minimizar al supervisor o desarmarlo porque esa acción generará automáticamente más daño del que aspira a evitar.

En otros escenarios, en algunas circunscripciones de los Estados Unidos y Canadá y en gran parte de Europa los constructores son incapaces de imaginar siquiera una inconducta destinada a colocar en la obra algo en una medida distinta de la prevista. No sólo por formación cívica y moral sino porque están absolutamente convencidos de que si incurren en un ilícito de esa naturaleza más temprano que tarde el Poder Judicial, que en esos lugares funciona como un reloj suizo, los pescará y los desaparecerá del teatro de operaciones para sepultarlos y quebrarlos irremediablemente. Si se traslapara esa realidad de allá para acá no sólo la formación pícara y criolla del proveedor de Latinoamérica sino la pobre performance del órgano jurisdiccional, en una abierta confabulación, le permitirían a aquel pillo asaltar el tesoro sin riesgo alguno de terminar con sus huesos en la cárcel que sería su destino inevitable en el viejo continente y en otras latitudes.

En las concesiones es habitual en esta parte del subcontinente que los operadores encargados de la construcción de líneas y estaciones traten de apartarse de las especificaciones técnicas de los proyectos en procura de eludir obligaciones o disminuirlas considerablemente con el propósito de aumentar sus ingresos a menudo castigados por la necesidad de hacerse de las adjudicaciones, trámite para cuyo efecto por lo general deben sacrificar montos y porcentajes significativos de sus ingresos.

Los supervisores firmes impiden que se consumen tales abusos y en ocasiones a contrapelo de la voluntad de los clientes, deseosos de mantener satisfechos a sus concesionarios, bloquean esas iniciativas ganándose la animadversión no solo de quienes son supervisados sino también de quienes son los propietarios de las obras que consuman así un contubernio extraño en apariencia contrario a los intereses de los Estados y de las naciones cuyas construcciones se ven perjudicadas con infraestructuras construidas a las carreras y sin las medidas más adecuadas. Hasta que venga el gran terremoto que va a ocurrir cuando menos se espera y se lleve toda la infraestructura mal hecha con miles de muertos encima.

Se llevará a todos los pasajeros de los metros en hora punta; a los enfermos, sus visitas y al personal médico, administrativo y auxiliar de los hospitales en riesgo de colapso; a los alumnos, profesores y trabajadores de los colegios sin mantenimiento preventivo; a las poblaciones enteras asentadas en la rivera de los ríos con caudales en trance de desbordarse y de derribar las barreras que no han tenido los estudios más elementales para asegurar su labor de contención; entre otros ejemplos.

En ese momento nadie se atreverá a sostener que sólo hay que ejecutarle las garantías al constructor negligente de temeridad delincuencial. Se pedirá su detención inmediata. Sin embargo, muy probablemente no se pueda concretar ninguna de las dos acciones elementales. Porque las fianzas de seguro ya estarán devueltas y el mismo contratista, responsable de la insuficiente estructura, ya estará a miles de kilómetros refugiado en su país de origen, convenientemente protegido por las inmunidades de las que goza.

Quien pagará los platos rotos será, sin duda, el socio minoritario nacional, que no tendrá dónde caerse y sobre el que se desatará toda la persecución mediática, sin advertir que ese desenlace fatal se ha gestado en esta clase de normas que relajan los controles y que permiten que los contratistas decidan sobre el futuro de la vida de miles y miles de usuarios de los servicios públicos que construyen incluso por encima de las propias ofertas que presentan y de los compromisos que contraen que luego tratan de eludir en nombre de una ingeniería de calidad que subordina las obligaciones asumidas a las conveniencias de ciertas circunstancias.

Tal grado de importancia ha adquirido la supervisión que un ingeniero amigo, experto en carreteras, me confiaba que hace algunos años el personal profesional que se requería para una supervisión tradicional era contado con los dedos de la mano y que, en cambio, ahora se pide tal cantidad de ingenieros, especialistas en las más diversas disciplinas, que la búsqueda de candidatos para todos los puestos que se necesita cubrir se ha vuelto un quehacer de titanes. En lugar de aligerarse la labor, conforme a las nuevas corrientes en boga, la tendencia ha sido inversa. Se ha ido complicando y especializándose. Si el país está en esa ruta, desde luego que no es lo más aconsejable desandar lo avanzado y empezar de nuevo sobre una pista conocida que no conduce a ningún sitio seguro y que augura más problemas para todos y graves riesgos para una población a la que no debe exponerse de ninguna manera.

EL EDITOR

lunes, 24 de agosto de 2020

El orden de prelación normativa

DE LUNES A LUNES


El artículo 141 del Código Civil estipula que “la manifestación de voluntad puede ser expresa o tácita. Es expresa cuando se realiza en forma oral o escrita, a través de cualquier medio directo, manual, mecánico, electrónico u otro análogo.” Acto seguido preceptúa que “es tácita cuando la voluntad se infiere indubitablemente de una actitud o de circunstancias de comportamiento que revelan su existencia.” Un segundo párrafo advierte que “no puede considerarse que existe manifestación tácita cuando la ley exige declaración expresa o cuando el agente formula reserva o declaración en contrario.”

El artículo 168.7 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, establece que “las discrepancias en relación a la recepción y conformidad pueden ser sometidas a conciliación y/o arbitraje dentro del plazo de treinta (30) días hábiles de ocurrida la recepción, la negativa de ésta o de vencido el plazo para otorgar la conformidad, según corresponda.”

En aplicación del Reglamento, una vez vencido el plazo para otorgar la conformidad si ésta no se ha producido en forma explícita no se puede asumir que ella se ha materializado en forma tácita. Lo que debe hacer el proveedor es solicitar la conformidad a través de una conciliación y/o de un arbitraje. Ello, no obstante, se podría argumentar que el Código Civil, que es una disposición de superior jerarquía normativa, sólo admite que una ley exija una declaración expresa o le permita al agente formular alguna reserva que lo libere de la aprobación expresa o tácita. Por consiguiente, el contratista podría asumir que la manifestación de voluntad respecto de su conformidad se ha producido al no haber ninguna observación.

El artículo 45.10 de la propia Ley de Contrataciones del Estado 30225 señala, sin embargo, que “las controversias se resuelven mediante la aplicación de la Constitución Política del Perú, de la presente norma y su reglamento, así como de las normas de derecho público y las de derecho privado; manteniendo obligatoriamente este orden de preferencia […] Esta disposición es de orden público.”

El doctor Julio Martín Wong Abad, vocal de la Corte Superior de Justicia de Lima y reconocido experto en arbitraje, en un reciente evento, trajo a colación estas normas a propósito de la anulación de un laudo que había asumido como otorgada la conformidad de una prestación por haber transcurrido el plazo sin que ésta se produzca en forma explícita, amparándose precisamente en el Código Civil.

De conformidad con el artículo 168.1 del Reglamento “la recepción y conformidad es responsabilidad del área usuaria [de la entidad, obviamente]. En el caso de bienes, la recepción es responsabilidad del área de almacén y la conformidad es responsabilidad de quien se indique en los documentos del procedimiento de selección.”

El numeral siguiente, el 168.2, acota que “la conformidad requiere del informe del funcionario responsable del área usuaria, quien verifica, dependiendo de la naturaleza de la prestación, la calidad, cantidad y cumplimiento de las condiciones contractuales, debiendo realizar las pruebas que fueran necesarias. Tratándose de órdenes de compra o de servicio, la conformidad puede consignarse en dicho documento.”

“La conformidad se emite en un plazo máximo de siete (7) días de producida la recepción”, agrega el inciso 168.3, modificado por el Decreto Supremo 168-2020-EF, pues antes era de diez días, “salvo que se requiera efectuar pruebas que permitan verificar el cumplimiento de la obligación, o si se trata de consultorías, en cuyo caso la conformidad se emite en un plazo máximo de quince (15) días, bajo responsabilidad del funcionario que debe emitir la conformidad.” Ese plazo mayor, dependiendo de la complejidad o sofisticación de la convocatoria, antes podía llegar a veinte días.

Al parecer en el ejemplo se produjo la recepción de la prestación -cualquiera que ésta haya sido- y transcurrieron los siete días o los diez del régimen anterior sin que se emita la conformidad. El proveedor asumió que ésta se hizo en forma tácita. Así lo reclamó y así lo entendió el laudo, amparados todos en el Código Civil. La entidad, supuestamente afectada o sorprendida con una conformidad que no ha emitido, reclamó en vía de recurso de anulación y la Corte dejó sin efecto el laudo aplicando el Reglamento por expreso mandato de la Ley que establece el indicado orden de prelación.

¿Hizo bien el Poder Judicial? Yo creo que sí. El mismo Código Civil, como lo ha recordado el doctor Wong, prescribe en el artículo IX de su título preliminar que sus disposiciones “se aplican supletoriamente a las relaciones y situaciones jurídicas reguladas por otras leyes, siempre que no sean incompatibles con su naturaleza.”

Es verdad que el Código aquí también se refiere a “otras leyes”, no a otras normas de inferior jerarquía. Ello, no obstante, el Reglamento regula determinadas situaciones por expreso mandato de la Ley que le confía esas obligaciones, razón por la que podría entenderse que en vía de delegación un Decreto Supremo fija pautas que pueden perfectamente prevalecer por encima de otras normas generales aun cuando fuesen de superior jerarquía.

Un conflicto normativo de mayores proporciones se presentó en el pasado con el Reglamento General de las Actividades de Consultoría, aprobado mediante Decreto Supremo 208-87-EF, que entraba en conflicto con otras disposiciones de superior jerarquía. Para imponerlo sin ningún atenuante alenté que se le de fuerza de ley lo que se hizo a través del artículo 41 del Decreto Legislativo 608, con lo que acabó cualquier intento de sedición legal. Algo de eso podría hacerse y evitarse nuevos problemas.

EL EDITOR

No hay que minimizar al supervisor

Con licencia para matar

La Asociación Peruana de Consultoría ha manifestado en comunicación dirigida al Presidente de la República su especial preocupación respecto de la creencia equivocada de que hay que minimizar el rol de la supervisión directa y permanente de las obras públicas que alientan precisamente quienes no quieren que nadie controle sus actividades y que se reduzca a su expresión más diminuta a los profesionales que deben velar por la correcta ejecución técnica, económica y administrativa de los contrato, que deben verificar que todos los subcontratistas y los trabajadores así como los materiales, equipos y maquinarias correspondan a los requisitos establecidos en las especificaciones técnicas, en calidad y en volumen, que los costos de las adquisiciones se hagan con arreglo a los precios del mercado y a las condiciones pactadas y que los pagos se efectúen según los cronogramas vigentes, las órdenes de cambio y las valorizaciones aprobadas.

No es verdad que la supervisión atrasa la rápida ejecución de las obras. Lo que hace habitualmente es impedir que ella se haga colocando menos concreto, menos cemento, fierro de menor espesor, enterrando tuberías más pequeñas en zanjas que cierran sin que nadie los controle o haciendo lo propio debajo de las carreteras y de las pistas con el material que debe soportar el asfalto, para después confiar en que no sobrevenga un sismo, un huayco, un accidente mayor o cualquier otro fenómeno de la naturaleza que traiga por los suelos la obra y la inversión pública y ponga en evidencia su acción manifiestamente ilícita.

Se dirá que el Estado en tal hipótesis ejecutará las fianzas, en la eventualidad de que no las haya devuelto o perdido irremediablemente, y que en simultáneo inicie contra el responsable el procedimiento sancionador destinado a inhabilitarlo para seguir contratando obras públicas. Entre tanto, el país se queda sin la posta médica, sin el hospital, sin la unidad de cuidados intensivos, sin la red de agua potable y alcantarillado que con tanta urgencia se requiere en esta época de pandemia. Se queda sin el colegio, sin la carretera, sin la central hidroeléctrica y los pueblos más necesitados sin infraestructura hospitalaria y de saneamiento, sin educación, sin luz y sin agua. Hasta que se convoque un nuevo procedimiento de selección y se vuelva a rehacer lo que se hizo mal.

Para evitar ese riesgo inminente que en ocasiones puede acarrear la pérdida de numeras vidas, las legislaciones del mundo y de los organismos internacionales que financian proyectos han creado la figura de la supervisión de obras que hay que fortalecer para afianzar la lucha contra la corrupción.

El Contralor General de la República ha denunciado que, según un estudio reciente, en el 2019 el Perú ha perdido más de 23 mil millones de soles en actos de corrupción, lo que representa aproximadamente el 15 por ciento de la ejecución neta del Presupuesto del Sector Público para ese año. El alto funcionario atribuye ese hecho a una colusión entre el funcionario público, el contratista y el supervisor, sin advertir que éste precisamente está para evitar que el delito se perpetre y que estos hechos se consumen.

Puede haber por desgracia algunos supervisores o algunos profesionales miembros de los planteles profesionales que ellos acreditan ante las entidades, que incumplen sus funciones y a ellos hay que aplicarles todo el peso de la ley. Pero es la excepción y no la regla y no puede ser un argumento válido para eliminar o minimizar el rol del supervisor porque, como queda dicho, él está encargado de velar por la correcta ejecución del procedimiento constructivo.

Imaginemos a cuánto ascendería la pérdida en actos de corrupción que el Contralor revela si es que no hubiera supervisión o ésta fuese de baja intensidad o de limitada acción. Los malos contratistas y los malos funcionarios estarían, al igual que las empresas expulsadas del país, ávidos de regresar a las malas prácticas y a perpetrar nuevos delitos.

La Ley de Presupuesto del Sector Público estipula cada año que toda obra pública a partir de determinado monto, que en la actualidad son 4 millones 300 mil soles, debe tener obligatoriamente una supervisión directa y permanente cuyas características define el vigente Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado. Se sabe que la nueva norma que se pre publicará en breve será más ágil y más breve que la Ley N° 30225. Ello, no obstante, la APC solicita que se incluya este precepto, incorporando dentro del proyecto de Ley que se elabore, un candado legislativo que reproduzca la sabia disposición de la Ley de Presupuesto, para no esperar que cada año se reproduzca en esta norma de periodicidad limitada. De esa forma se evitará que en el Reglamento, que puede modificarse mucho más fácilmente a través de un Decreto Supremo, cualquier nuevo Gobierno pretenda satisfacer los anhelos que ahora podrían truncarse y condenar al país a quedar desprotegido y expuesto a la codicia de algunos malos contratistas.

La nación entera lo agradecerá.

lunes, 17 de agosto de 2020

Los problemas de la motivación de los laudos

DE LUNES A LUNES 

El inciso 1 del artículo 56 de la Ley de Arbitraje promulgada mediante Decreto Legislativo 1071 estipula que todo laudo debe ser motivado. La única excepción que admite es aquella que se configura cuando las partes hubieren convenido algo distinto o que se trate de un laudo pronunciado en los términos convenidos en el artículo 50.

El inciso 1 del artículo 50 advierte que si durante las actuaciones arbitrales las partes llegan a un acuerdo que resuelva la controversia en forma total o parcial, el tribunal dará por terminado el proceso con respecto a los extremos comprendidos en el convenio y si ambas partes lo solicitan y los árbitros no tiene motivo para oponerse, hará constar la transacción en forma de laudo sin necesidad de motivación, teniendo dicho laudo la misma eficacia que cualquier otro laudo dictado sobre el fondo de la controversia. El inciso 2 del mismo artículo 50 precisa finalmente, como no podía ser de otra manera, que las actuaciones continuarán respecto de los extremos de la controversia que no hayan sido materia del acuerdo.

La última parte del numeral 238.1 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, recoge el mismo precepto: que todo laudo debe ser motivado. Sin embargo, a diferencia del régimen aplicable al arbitraje comercial y de inversiones en general, no admite excepción alguna al punto que textualmente acota que no puede pactarse lo contrario.

En primer término quisiera dejar constancia que estoy en desacuerdo con el principio mismo. Yo creo que los laudos no deberían ser motivados en ningún arbitraje. Primero, porque la jurisdicción arbitral se distingue de la jurisdicción estatal por su carácter privado y por sustentarse en la libre elección de los árbitros. En el Poder Judicial los casos son asignados a los jueces a través de un sistema aleatorio totalmente ajeno a la voluntad de las partes. En el arbitraje eso no es posible. Cada parte elige a un árbitro imparcial e independiente pero que le inspira suficiente confianza como para designarlo y los árbitros así nombrados, seleccionan de mutuo acuerdo a un tercero que presidirá el tribunal que irán a constituir para resolver el reclamo que ante ellos se presente.

Si las partes confían en lo que vayan a resolver los jueces que libremente han elegido pues no deberían exigirles que encima tengan que sustentar el sentido de sus decisiones. En sus orígenes el arbitraje antecede al Estado. Sus inicios encuentran al líder del grupo, al jefe de la tribu, al rey o a quien encabeza la familia como quien concilia o soluciona los conflictos en ejercicio del mandato natural del que está investido. Evidentemente no tiene que fundamentar sus decisiones y ahí radica su éxito, porque la discusión no se genera nunca por su sentido sino por los elementos sobre los que descansa. Para evitar la polémica se omite divulgar las razones que las sustentan.

Según el inciso 1 del artículo 62 de la Ley de Arbitraje contra el laudo solo se puede interponer el recurso de anulación que es la única vía para impugnarlo y que tiene por objeto revisar su validez por las causales que señala taxativamente el artículo 63, cuyo inciso c), reconoce que cabe solicitar la anulación cuando “la composición del tribunal arbitral o las actuaciones arbitrales no se han ajustado al acuerdo entre las partes o al reglamento arbitral aplicable, salvo que dicho acuerdo o disposición estuvieran en conflicto con una disposición de este Decreto Legislativo de la que las partes no pudieran apartarse, o en defecto de dicho acuerdo o reglamento, que no se han ajustado a lo establecido en este Decreto Legislativo.”

Si el laudo no se encuentra motivado y las partes no han convenido dejar en libertad al tribunal para emitirlo de esa manera, está claro que no se ajusta a lo dispuesto en el artículo 50. Por consiguiente, la parte que se considera perjudicada podría interponer el respectivo recurso. Sin embargo, es frecuente que se presenten no por ausencia de motivación sino por motivación insuficiente, motivación deficiente, motivación aparente y otras variantes. ¿Eso también está ajustado a lo dispuesto en el artículo 50? Está claro que no.

Es verdad que hay una sentencia emblemática del Tribunal Constitucional (Expediente 00728-2008-PHC-TC), reiteradamente citada, que sin embargo se expidió en el marco de un sonado caso penal (Giuliana Llamoja) que no tiene ninguna incidencia en el tema arbitral y que lista diversos tipos de motivación o de ausencia de motivación que no se ajustan al inciso 5 del artículo 139 de la Constitución Política del Perú que exige que todas las resoluciones judiciales tengan motivación escrita,  excepto en los decretos de mero trámite, y que mencionen en forma expresa la ley aplicable y los fundamentos de hecho en que se sustentan.

En consecuencia, contra las motivaciones insuficientes, aparentes, deficientes e incongruentes sólo cabe reclamar en la jurisdicción ordinaria no en la jurisdicción arbitral, que es independiente de aquella, a juzgar por lo indicado en el inciso 1 del mismo artículo 139 de la Constitución, razón adicional para colegir que a las actuaciones arbitrales no se les puede pedir que observen las exigencias aplicables exclusivamente a las resoluciones judiciales.

Para el inciso 1 del artículo 59 de la Ley de Arbitraje todo laudo es definitivo, inapelable y de obligatorio cumplimiento desde su notificación a las partes, destacando además que produce los efectos de cosa juzgada. El inciso 2 del artículo 62 agrega que el pedido de anulación se resuelve declarando la validez o la nulidad del laudo. Luego añade que está prohibido bajo responsabilidad que la Corte Superior que resuelve el recurso se pronuncie sobre el fondo de la controversia o sobre el contenido de la decisión. Igualmente está prohibido calificar los criterios, motivaciones o interpretaciones expuestas por el tribunal arbitral.

Ello, no obstante, el Poder Judicial al resolver los recursos de anulación interpuestos por alguna causal vinculada a la motivación del laudo inevitablemente califica los criterios o interpretaciones sobre los que se sustenta el tribunal para llegar a la decisión adoptada. Por lo demás, es la forma más fácil para judicializar el arbitraje y lograr el propósito de encarecer y dilatar los litigios que anima a esas partes a las que se les impulsa a agotar todas las instancias imaginables o a las que se las alienta a no acabar nunca los procesos que pueden terminar en forma desfavorable para ellas.

En atención a esa distorsión que vulnera el espíritu de la norma que es la de ofrecer a las partes una decisión final rápida y eficaz debería eliminarse esta exigencia propia, como queda dicho, de las resoluciones judiciales que se ventilan en procesos en los que los justiciables no eligen a quienes les administren justicia y con legítimo derecho reclaman, por ejemplo, que se les explique los fundamentos de la sentencia con la que se los condena.

En el arbitraje, tanto comercial como en contratación pública, las partes eligen a quienes les administran justicia y se supone que lo hacen porque confían en ellos, en la capacidad que tendrán para entender el problema y para encontrarle una solución. Esa es, sin duda, una diferencia capital que podría exonerar al tribunal arbitral de la necesidad de motivar la decisión que pone fin al proceso. Cuando menos, de impedir que el cuestionamiento de esa motivación sea una causa para pedir la anulación del laudo.

Sostener que existe la posibilidad de que las partes liberen a los árbitros de la obligación de motivar el laudo es un paliativo que no cabe, por ejemplo, en los arbitrajes con el Estado por la sencilla razón de que ningún funcionario se va a atrever a pactar algo así. Quizás para que esta alternativa tenga algo de utilidad debería establecerse en sentido inverso, esto es, que tenga que acordarse por escrito el requisito de motivar los laudos o que tenga que acordarse por escrito que la falta de motivación, la motivación deficiente o cualquier otra razón vinculada a ella pueda ser causal para interponer el recurso de anulación.

Si desapareciese la posibilidad de interponer un recurso de anulación por falta de motivación no acabaría esta forma maliciosa de judicializar y extender los reclamos pero con toda seguridad habría menos impugnaciones y el arbitraje volvería a ser ese medio mágico de solución de conflictos y no la caricatura en lo que esos artilugios pretenden convertirlo.

EL EDITOR

lunes, 10 de agosto de 2020

Reactivación con plazos vencidos y penalidades diferidas

DE LUNES A LUNES

 

Mediante la Resolución 102-2020-OSCE/PRE se han modificado los numerales 6.2 y 7.1.1 de la Directiva 005-2020-OSCE/CD, emitida para reactivar los contratos de ejecución y supervisión de obras públicas en el marco de la Segunda Disposición Complementaria Transitoria (2DCT) del Decreto Legislativo 1486.

La primera modificación afecta al último párrafo del numeral 6.2 que en principio disponía que la ampliación excepcional de plazo que crea la 2DCT, con los correspondientes gastos generales y costos directos, así como el consecuente reconocimiento de los costos por la implementación de las medidas de prevención y control del Covid-19 dispuestas por los sectores competentes, aplica incluso en aquellos casos en que la obra tenía programada su culminación antes de la declaratoria de la emergencia o cuando se haya encontrado con atraso, sin perjuicio de la aplicación de penalidades o de los procedimientos de solución de controversias que sean pertinentes como consecuencia de tales atrasos o paralizaciones previas.

Ahora aplica solamente “a los contratos de obra cuyo plazo de ejecución no se encuentre vencido”. Se añade, sin embargo, un nuevo párrafo en cuya virtud en los casos en los que no resulte aplicable la ampliación excepcional, según el numeral modificado, las partes recurrirán a la ampliación convencional a que se refiere el numeral 34.10 de la Ley 30225, igualmente sin perjuicio de la aplicación de penalidades o de los procedimientos de solución de controversias que sean pertinentes como consecuencia de tales atrasos o paralizaciones previas.

El artículo 34.10 de la Ley de Contrataciones del Estado, como se sabe, faculta a las partes a acordar otras modificaciones –distintas de los adicionales, de las reducciones o de las ampliaciones de plazo– siempre que se deriven de hechos sobrevinientes a la presentación de las ofertas, que no sean imputables a alguna de ellas, que permitan alcanzar la finalidad del contrato de manera oportuna y eficiente y no cambien los elementos determinantes del objeto.

Lo interesante de la reforma es que se refugia en la normativa de contratación pública, últimamente tan maltratada y venida a menos, en el entendido de que la ampliación excepcional se circunscribe a los contratos que tienen pita por delante. El plazo de ejecución no lo tendrán vencido, desde luego, los contratos que tenían programada su culminación antes de la emergencia y que por circunstancias diversas no terminaron así como aquellos otros que tenían programada su culminación luego de declarada la emergencia y que por esa situación o por cualquier otra tampoco terminaron.

Los que no están en esa condición son los contratos cuyo plazo venció antes, durante o después de la emergencia o para mayor precisión, de la inmovilización social o de la paralización obligatoria de toda clase de actividades. ¿Para qué necesitarían estos contratos una ampliación de ese plazo ya vencido? Pues para concluir aquello que ha quedado pendiente, desde luego. No porque el plazo se acaba, se acaban las obligaciones por arte de magia. Pueden quedar tareas que no se han llegado a desarrollar justamente por el estado de parálisis que afectó a todo el país. Pues bien, esos contratos también tienen que regularizarse aunque no a través de la Directiva 005-2020-OSCE/CD ni del Decreto Legislativo 1486 expedido para mejorar y optimizar la ejecución de las inversiones públicas, sino, como queda dicho, a través de la aplicación de la regulación especial de la materia.

No habría razón alguna para impedir que esos contratos se queden congelados en el tiempo o para acabarlos a la fuerza cuando les asiste igual derecho a ser reactivados y a contribuir a la señalada optimización del esfuerzo nacional. Finalmente, las mejoras tienen como destinatarios a todos aquellos contratos que estuvieron paralizados por el estado de emergencia, como lo reconoce el punto III de la Directiva.

La segunda modificación afecta al último párrafo del numeral 7.1.1 relativo al procedimiento de la ampliación excepcional de plazo establecido en la 2DCT. Ese primer numeral dispone que el ejecutor de obra debe presentar a la entidad, de forma física o virtual, los documentos indicados en el Decreto Legislativo 1486, dentro de los quince días calendario siguientes a la culminación de la inmovilización social dispuesta en el marco del estado de emergencia o a la notificación al contratista de la autorización de reanudación de actividades en la obra por la autoridad competente, según el procedimiento y los requisitos estipulados en las normas sectoriales.

El párrafo que se reforma preceptúa que la presentación extemporánea o incompleta de la solicitud de ampliación excepcional de plazo no es causal para declarar su improcedencia. El mayor tiempo injustificado que se consume, sin embargo, será imputable al ejecutor de la obra a efectos de la aplicación de las penalidades por mora que correspondan.

La Resolución 102-2020-OSCE/PRE le añade una línea a fin de que esas penalidades por mora se apliquen “al vencimiento del nuevo plazo contractual aprobado”, se entiende que con el objeto de dotar de liquidez al contratista y no agobiarlo con cargos que habitualmente se deducen de las valorizaciones en trámite. Para proceder de esta manera es indispensable tener el soporte de una norma, como ésta, que lo autorice pues de lo contrario cualquier inspección podría detectar un pago que no incorpore de inmediato el ajuste, generar una imputación y abrir un proceso de determinación de responsabilidades contra los funcionarios involucrados.

En buena hora que se agilicen los procesos cuya rapidez se reclama insistentemente, se aprueben facilidades a los proveedores del Estado que suelen estar ahorcados por los plazos y presupuestos insuficientes y se consolide la opción de apoyar decididamente la reactivación de la economía.

EL EDITOR

Certificado que limita el acceso al mercado

Con licencia para matar

 

Los documentos de un procedimiento de selección no solicitan el denominado certificado anticorrupción o de integridad que las bases estándar del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado consideran como requisito opcional, no obligatorio. Hacen bien en no exigirlo, por dos razones. La primera es que constituye una barrera de acceso al mercado que encarece la presentación de ofertas y que limita en lugar de incrementar la participación de nuevos postores. La segunda es que la mayoría de empresas vinculadas a los más sonados casos de corrupción detectados en el país, lo tenían. De manera que tener esa acreditación no es ninguna garantía de un comportamiento ético ajeno a las malas prácticas.

Por lo demás, los propios términos de referencia del concurso en cuestión indicaban que la presentación de una oferta implicaba, con carácter de declaración jurada, que el postor que la entrega no participa, ofrece, negocia o paga beneficios o incentivos de cualquier índole para ser elegido ganador y que de ser elegido se obliga a conducirse con honestidad, probidad, veracidad e integridad y a no cometer ningún acto ilegal o de corrupción, comprometiéndose a comunicar a las autoridades cualquier acto o conducta ilícita de la que tuviera conocimiento y a adoptar las medidas apropiadas para evitarlos. Se podrá decir que esta es otra declaración que tampoco asegura un comportamiento ético ajeno a las malas prácticas. Es verdad. También es verdad es que a diferencia de la certificación, no exige ningún gasto adicional ni se constituye en un factor excluyente destinado a reducir el universo de potenciales postores.

En consideración de esa evidencia un postor pide que se confirme que esa indicación sustituye a ese elemento que las bases estándar identifican como factor opcional, tal como lo señala el artículo 51 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF que le encarga esa labor al OSCE. Ese postor deja claramente establecido que cuando se solicita estas certificaciones opcionales se hace desde la convocatoria, toda vez que obtenerlas, para quienes no las tienen, demanda un proceso largo, complejo y oneroso que de incorporarse en otro momento podría interpretarse como destinado a evitar la libre concurrencia de un mayor número de postores o, peor aún, a creer que se pretende favorecer a unos o a uno en perjuicio de otros.

El artículo 51 del Reglamento exige aplicar al menos uno de los factores que señala, entre los que destaca la experiencia en la especialidad, la metodología propuesta, el conocimiento del proyecto y la identificación de facilidades, dificultades y propuestas de solución, dejando abierta la posibilidad de que las bases estándar puedan solicitar otros, pero desde un principio y no cuando el procedimiento ya está en marcha.

Un segundo postor, en el período de consultas y observaciones, solicita que se incluya el denominado certificado de integridad, desconociendo que las consultas son pedidos de aclaración de algún extremo que no se entienda de las bases, según el numeral 72.1 del Reglamento de la LCE, en tanto que las observaciones son pedidos para que se cumpla con normas de carácter imperativo que las bases vulneran, según el numeral 72.2.

Ello, no obstante, este segundo postor pretende hacer creer que ese certificado es obligatorio y que la entidad que ha convocado el procedimiento no ha cumplido con incluirlo. Para sorpresa de muchos, en la absolución se acoge la solicitud de este segundo postor y ni siquiera se contesta la inquietud del primero, con lo que cambian totalmente las reglas del juego y quedan fuera de la competencia todos aquellos postores que no tenían el certificado de integridad que no se había requerido.

Si la observación o la consulta hubiese versado sobre un documento realmente obligatorio que no se estaba pidiendo, evidentemente hubiera resultado procedente la objeción y habría tenido que ser acogida para darle expreso cumplimiento, aun cuando ello, es decir la aplicación ineludible de la norma, hubiera dejado fuera de la competencia a otros postores. No es el caso. No se está ante alguna obligación que no se está cumpliendo. Se está ante un factor opcional que no se incorpora en las bases, algo perfectamente posible que, además, ensancha y amplía el universo de participantes, que es uno de los principios sobre los que descansa la legislación sobre contratación pública.

Por fortuna, la propia entidad, ante la presión de los hechos, el reclamo de varios postores y una expresa comunicación de la Asociación Peruana de Consultoría, dejó sin efecto la incorporación de algunos documentos que se agregaron a las bases y retrocedió el procedimiento para que se vuelvan a absolver correctamente las consultas y observaciones. (JB)

El arbitraje de duración predeterminada

DE LUNES A LUNES

 

Hace algunos años en un evento internacional un expositor explicaba las ventajas de los arbitrajes de corta duración y encandiló a una parte significativa de la audiencia ávida de rapidez y eficiencia en la solución de sus conflictos. Un árbitro curtido, sin embargo, le salió al frente y le enmendó la plana haciendo añicos su propuesta con argumentos tan respetables como aquel de que cada proceso tiene su historia y que no se puede adelantar a priori el tiempo de las actuaciones arbitrajes habida cuenta que en algunos casos sólo las pruebas pueden durar mucho más de lo que pueda preverse razonablemente.

El artículo 34 de la Ley de Arbitraje Peruana vigente, promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, modificada por el Decreto Legislativo 1231 y por el Decreto de Urgencia 20-2020, estipula, por de pronto, en el inciso 1, que las partes pueden determinar libremente las reglas a las que se sujeta el tribunal en sus actuaciones y que a falta de acuerdo o de un reglamento aplicable, los árbitros decidirán lo que consideren más apropiado teniendo en cuenta las circunstancias del caso. En el numeral 4 del mismo artículo 34, que consagra la libertad de regulación de las actuaciones, se le faculta al tribunal a ampliar los plazos que haya establecido para las actuaciones incluso en la eventualidad de que éstos estuvieran vencidos.

Si las partes pueden definir las reglas también pueden perfectamente establecer un tiempo máximo de duración del arbitraje. Los bemoles, empero, aparecen desde el principio. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Necesariamente habría que fijar ese plazo en el contrato, como en efecto ocurre en algunos casos. De lo contrario, a la hora que salta la discrepancia, es obvio que las partes no se van a poner de acuerdo en nada, menos en el tiempo en el que una debe acogotar a la otra, que es lo que sucede utilizando un término meramente ilustrativo, porque en la práctica siempre es uno el que reclama y otro el que niega el reclamo. Este último no va a estar a favor de ningún plazo para que le caiga la guillotina y más bien va a estar más proclive a extender y dilatar las actuaciones lo más que se pueda.

En segundo lugar, me animaría a pensar que habría que fijar un número máximo de recusaciones que puedan interponerse para la hipótesis de que algunas de ellas hayan sido previamente declaradas infundadas. Me arriesgaría a sostener que no deberían presentarse más de tres recusaciones si es que esas tres fueron sucesivamente declaradas infundadas. Conozco casos de procesos en los que una parte, como siempre, sólo se dedica a dilatar y entorpecer las actuaciones con recusaciones maliciosas y abiertamente improcedentes ante la pasividad de los árbitros y la impotencia de otras autoridades. Esas prácticas tienen que ser cortadas de raíz y con la suficiente energía como para desalentar a algunos operadores para que no se siga reincidiendo en ellas.

Al mismo tiempo, sería pertinente señalar en la cláusula arbitral respectiva que en ninguna circunstancia una recusación interrumpirá el desarrollo de las actuaciones. Es cierto, que el acápite 4 del artículo 28 de la Ley refiere que el trámite de recusación no suspende el arbitraje, salvo cuando así lo decidan los árbitros. No menos cierto es que en la gran mayoría de veces, éstos optan por paralizar lo que quizás les ahorre algún esfuerzo, en las raras ocasiones en que resulta fundada, pero a las partes les ocasiona un perjuicio tremendo, en la abrumadora mayoría de oportunidades en que se presentan estos artilugios. No hay que confiarse en la norma, hay que pactar que no se suspenderán las actuaciones por efecto de las recusaciones. Hay que hacerlo igualmente con mucho énfasis para evitar que los procesos se extiendan ilimitadamente y pierdan su eficiencia y rapidez. Y si no puede acordarse ello, pues habrá que incorporarlo en la normativa con un énfasis superlativo.

Según el inciso 1 del artículo 42 de la Ley el tribunal decide si han de celebrarse audiencias para la presentación de alegaciones, para las pruebas y para la emisión de conclusiones, o si las actuaciones serán solamente por escrito. Acto seguido, empero, acota que el tribunal celebrará audiencias en la fase apropiada de las actuaciones, a petición de una de las partes, a menos que ellas hubiesen convenido que no se celebrarán audiencias. Las partes, sin duda, puede acordar celebrar algunas y cualquier otra pero sólo si así lo decidan ambas y no solo a solicitud de una de ellas. Naturalmente, el litigante que quiera prorrogar el pleito hasta las calendas griegas no dudará en pedir cuanta audiencia se le ocurra con tal de lograr su propósito. Esa pésima costumbre hay que proscribirla.

El numeral 1 del artículo 44 prevé que el tribunal arbitral puede nombrar, por iniciativa propia o a solicitud de alguna de las partes, uno o más peritos para que dictaminen sobre materias concretas. Se deduce que se trata de una facultad discrecional del colegiado -a juzgar por la redacción opcional- que puede negarla aun en el caso de que una de las partes lo haya pedido. Luego agrega que requerirá a cualquiera de las partes -se entiende que si lo estima útil al proceso- para que facilite al perito toda la información pertinente presentando los documentos u objetos necesarios o facilitando el acceso a éstos.

Después de entregado el dictamen pericial, el tribunal arbitral por propia iniciativa o a iniciativa de parte, convocará al perito a una audiencia en la que las partes, directamente o asistidas de otros peritos, podrán formular sus observaciones o solicitar que sustente la labor que ha desarrollado, salvo acuerdo en contrario de las partes, sentencia el acápite 2 del mismo artículo. Las partes pueden haber convenido en que no haya audiencia de debate pericial o que si alguna de ellas la pide, el tribunal no se encuentre obligado a convocarla y que lo haga solo si lo considera indispensable para aclarar algún aspecto que le interesa dilucidar.

El último inciso de este artículo dispone que las partes pueden aportar dictámenes elaborados por peritos libremente designados por ellas mismas, salvo acuerdo en contrario. Pues bien, si las partes convienen en no permitir pericias contratadas unilateralmente deben señalarlo en la cláusula arbitral para que no quede duda de ello. Una variante es dejar a salvo la facultad de solicitar esas pericias y que el tribunal sea quien decida si se acepta o no. Pero no dejar al libre albedrío de una parte que pueda aportar dictámenes sobre dictámenes y exigir audiencias múltiples e inacabables para escuchar sus disertaciones cuyo único fin que estirar el proceso al máximo.

Este repaso de algunas disposiciones de la Ley de Arbitraje no tiene otro objeto que poner en evidencia que la propia normativa faculta a recortar los tiempos a efectos de llegar a un arbitraje de corta duración. Si a eso se añade la decisión de adoptar un plazo máximo que puede consignarse en la cláusula arbitral o en la normativa específica de contratación pública, lo que es perfectamente legítimo, lo agradecerán esta vez contratistas, proveedores y postores de distinta índole. Es hora de legislar a favor de quienes piden justicia.

EL EDITOR

Las consultas y observaciones en los nuevos tiempos

La primera disposición complementaria transitoria del Decreto Supremo 103-2020-EF establece que no serán aplicables los numerales 72.8, 72.9, 72.10 y 72.11 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado para las licitaciones y concursos que convoquen las entidades públicas dentro del marco de la Ley 30225, hasta el 15 de agosto de 2020, sin perjuicio de las acciones de supervisión que de oficio y a petición de parte efectúe el OSCE, respecto de éstos, cuando lo considere pertinente.

En buen romance eso significa que los cuestionamientos al pliego de consultas y observaciones así como a las bases integradas por el comité de selección por supuestas vulneraciones a la normativa de contratación pública, a los principios que la rigen u otras regulaciones que tengan relación con el objeto de la convocatoria no podrán ser elevadas al OSCE a través del SEACE, dentro del plazo de tres días hábiles siguientes a su notificación, que el artículo 72.8 franquea, siempre que previamente se haga el pago correspondiente.

Las acciones de supervisión que el OSCE deja a salvo son aquellas previstas en la Directiva 010-2019 que es de cumplimiento obligatorio para proveedores, postores y entidades sujetos a la Ley 30225 y a cualquier otra norma que someta sus regulaciones a su imperio.

Todo participante, postor o recurrente se encuentra facultado para cuestionar aspectos que transgredan la normativa de contrataciones del Estado a través de una solicitud que se presenta en la Unidad de Trámite Documentario, en cualquier etapa del procedimiento de selección, acompañada de copia simple de los medios probatorios que acrediten los hechos que se denuncian. No se le dará trámite a aquellos pedidos que versan sobre hechos que pudieron ser materia de consultas, observaciones o elevación al OSCE, que pudieran ser controvertidos mediante recursos impugnativos o de una acción contencioso-administrativa, o que, durante la ejecución contractual, pudieran ser sometidos a un medio de solución de controversias.

Si se requiere información adicional o de descargo por parte de la entidad cuestionada o se necesita de una opinión técnica de otra entidad, el OSCE otorga, a través del SEACE, un plazo de tres a cinco días hábiles, según la complejidad del asunto.  La entidad remite la documentación correspondiente a la Unidad de Trámite Documentario y el OSCE resuelve mediante un dictamen con la información con que cuente, dentro de un plazo máximo de treinta días hábiles, contado desde la fecha de presentación de la solicitud, a través del SEACE y notificando al interesado a través del correo electrónico consignado.

Si se verifican transgresiones a la normativa o riesgos de perpetrarse, se envía copia del dictamen al órgano de control institucional, a la Contraloría General de la República o al Tribunal de Contrataciones del Estado, de ser el caso.

La supervisión de oficio puede ser programada en función al Plan Anual, en forma aleatoria o selectiva, respecto a los métodos de contratación y conforme a los criterios técnicos establecidos para estos fines por la Dirección de Gestión de Riesgos. También puede ser inopinada en consideración de la información que provenga de diversas fuentes, de otras entidades, organismos públicos, órganos de control o defensa, medios periodísticos, entre otras.

Se sigue idéntico procedimiento al descrito para el caso de las supervisiones a solicitud de parte y en el dictamen se consignan las conclusiones y recomendaciones que se desprendan de la acción. Si no se verifica transgresión alguna, se archiva el expediente, comunicando el resultado a la respectiva entidad. De lo contrario, se imparten las instrucciones para la correspondiente rectificación. Si ello no es posible, se pone en conocimiento de la entidad y del órgano de control institucional para las medidas correctivas a que hubiere lugar.

En el marco de las acciones de supervisión el OSCE, a pedido de parte o de oficio, está facultado para suspender los procedimientos de selección en los que identifique la necesidad de ejercer acciones coercitivas para impedir que la entidad continúe con el procedimiento, para cuyo efecto comunica su decisión a través del SEACE.