domingo, 22 de junio de 2014

Sobre los registros únicos y la acreditación de centros

Está demostrado que el arbitraje es un mecanismo rápido y efectivo de solución de controversias al que, sin embargo, en lugar de fortalecerlo cada vez se trata de debilitarlo. No de otra manera puede entenderse la decisión de crear, en el numeral 45.6 del artículo 45° del Proyecto, un registro único de árbitros de suerte tal que sólo quienes se encuentren allí inscritos puedan resolver las desavenencias que se produzcan en los contratos que el Estado suscribe con sus proveedores. Otro tanto se puede decir del registro único de secretarios que se crea en el numeral 45.7.
Con esas disposiciones se margina del arbitraje a excelentes profesionales, de distintas disciplinas, que no quieren ser árbitros y por lo tanto no están ni desean estar inscritos en estos registros, pero a los que eventualmente se invita o se puede invitar para que integren tribunales y contribuyan con sus conocimientos al esclarecimiento de algunos casos de especial complejidad. ¿Por qué marginarlos? ¿Por qué el país se da el lujo de prescindir de esos expertos?
Impedir que las discusiones sobre prestaciones adicionales puedan dirimirse en la vía arbitral es otro error en el que se persiste, en el tercer párrafo del numeral 45.1, aún a sabiendas de que permitirlo sería una extraordinaria señal hacia la comunidad internacional y hacia los inversionistas.
Los plazos para iniciar una reclamación en materia de nulidad, resolución y liquidación del contrato así como de ampliaciones de plazo, recepción y conformidad de la prestación, valorizaciones y metrados, a los que se refiere el numeral 45.2, se amplían, es cierto, de quince a treinta días hábiles. No está mal, es verdad. Pero lo mejor hubiera sido regresar al sistema abierto vigente hasta el 2012 que permitía demandar en cualquier momento mientras no se haya terminado el contrato y se haya cancelado la última deuda y que hacía posible incluso que algunos contratistas se abstengan de emprender algunos arbitrajes porque al final compensaban sus costos y preferían no distraer sus energías en dilucidar discrepancias concentrándose en sus respectivos giros.
Exigir en el numeral 45.5 que los centros de arbitraje tengan que acreditarse ante el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado es incorrecto porque va a propiciar la multiplicación de instituciones arbitrales cuando lo más sensato es dejar que éstas sólo se creen al amparo de las cámaras de comercio, de colegios profesionales de especialidades afines a la actividad y de universidades con cierta antigüedad en el medio y dejar también que se regulen por sus propias reglas.
Establecer ahora, en el segundo párrafo del numeral 45.6, que todos los árbitros tienen que ser especialistas o por lo menos tener conocimientos en contrataciones con el Estado y para los presidentes o árbitros únicos persistir en que además de eso deben ser también especialistas en arbitraje y derecho administrativo es otro error. Lo que debería hacerse es exigir que los árbitros tengan cierto recorrido y que sólo puedan serlo después de algunos años de ejercicio profesional en cualquier disciplina vinculada a las contrataciones con el Estado. Siempre es preferible un árbitro serio que puede no ser un experto en esta materia pero que se asesorará adecuadamente a un árbitro que amontona diplomados de dudosa procedencia pero de cuya seriedad nadie puede dar fe.
Se dice que el Estado siempre pierde sus arbitrajes. Eso no es cierto. Pero a fuerza de repetirlo sus adversarios tratan de que eso se crea. En realidad las entidades pierden tanto como ganan. Lo han demostrado estudios de la Universidad Católica y del Banco Mundial. Los estudios también revelan que en un veinte por ciento de los casos el Estado gana absolutamente todo. Si el contratista le reclama 100, el tribunal no le concede nada. ¿Qué evidencian esos casos? Que no hay nada bajo la alfombra y que hay contratistas que reclaman sin hacer una evaluación respecto de sus posibilidades, que hay árbitros muy serios o que las entidades se defienden mejor de lo que se piensa.
Las estadísticas dicen que el Estado gana el 50% y pierde otro tanto. Sin embargo hay razones para creer que debería perder un porcentaje mayor. Y es que cuando el contratista incumple sus obligaciones, lo primero que hace la entidad es dejarle de pagar, después le aplica las penalidades previstas, a continuación le resuelve el contrato, en seguida le ejecuta las fianzas y por si fuera poco lo envía al Tribunal de Contrataciones del Estado para que lo inhabiliten. Tiene cinco opciones para acogotar al contratista. Si, en cambio, la entidad es la que incumple sus obligaciones, el contratista sólo tiene una. Sólo puede reclamar en la vía arbitral. Por eso en el noventa por ciento de los casos el contratista es el demandante y el Estado el demandado. Sólo en un diez por ciento de los casos, el asunto es al revés. La explicación es que el arbitraje es la única vía que tiene el contratista para intentar que se le haga justicia, para intentar restablecer el equilibrio contractual que puede romperse frente al incumplimiento de alguna parte. Ahora, claro, si el contratista reclama lo que no le corresponde pues no gana nada. Los árbitros no son tan cándidos como para darte lo que no te toca, más aún en un sistema, como el nuestro, en el que la transparencia es absoluta y las resoluciones y laudos se publican en los portales del OSCE.
PROPUESTA plantea que se eliminen de un plumazo el tercer párrafo del numeral 45.1, el tercer párrafo del numeral 45.6, el numeral 45.7 y que se reformulen los numerales 45.2, 45.5 y el segundo párrafo del 45.6.

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