En nuestra última edición, al dar cuenta de los cuatro proyectos presentados con el objeto de perfeccionar la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), cuya última versión fue promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1017, señalamos que tres de ellos planteaban que la capacidad máxima de contratación en el caso de las personas jurídicas constituidas en el extranjero se calcule en función del capital efectivo asignado a sus sucursales o a sus actividades en el país.
Las propuestas se sustentan básicamente en el artículo 63º de la Constitución Política del Perú en el extremo en que establece que “la inversión nacional y la extranjera se sujetan a las mismas condiciones” y en el inciso k) del artículo 4º de la propia LCE que consagra el principio del trato justo e igualitario para todos los postores quienes deben tener participación y acceso para contratar con las entidades “en condiciones semejantes, estando prohibida la existencia de privilegios, ventajas o prerrogativas.”
A juzgar por lo indicado en los proyectos en el artículo 275º del Reglamento de la LCE, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 184-2008-EF, esos preceptos no se estarían cumpliendo pues al regular la capacidad máxima de contratación otorga trato diferente a las empresas nacionales y a las extranjeras o a sus sucursales, toda vez que para las primeras el cálculo se hace en función del capital social suscrito, pagado e inscrito en los Registros Públicos mientras que para las segundas se hace en función del capital de su matriz en el país de origen, sin verificarse un aporte real de esas empresas extranjeras, razón por la que las sucursales no cuentan con un respaldo económico suficiente para sus actividades en el territorio nacional. Tampoco puede ser comprobada su capacidad de contratación comprometida porque no hay un seguimiento de sus operaciones en los países de origen y en todos aquellos donde operan a diferencia de las nacionales que se encuentran sujetas a un estricto control para establecer los saldos de su capacidad de contratación.
El congresista Daniel Abugattás Majluf sugiere que en el caso de las personas jurídicas constituidas en el extranjero que no cuenten con sucursal en el Perú, el cálculo debería hacerse en función del depósito bancario efectuado por la matriz, en una cuenta abierta a nombre de su representante legal, antes del acto de inscripción o renovación en el Registro de Proveedores del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE).
Para el congresista Modesto Julca Jara, de la Alianza Parlamentaria, la metodología en virtud de la cual el Registro Nacional de Proveedores determina la capacidad máxima de contratación desincentiva la inversión internacional habida cuenta de que para contratar con el Estado no es necesario invertir en el país porque basta con el capital de la matriz en su país de origen.
Un argumento adicional que aporta es que la gran mayoría de proyectos de infraestructura en el Perú son financiados con fondos del tesoro público, “lo que implica que las empresas constituidas en el extranjero, al no estar obligadas a contar con capital en el país, ni estar obligadas a invertir para la ejecución de los proyectos que le son adjudicados, no generan ningún beneficio para el Perú, produciéndose adicionalmente una situación de incertidumbre para el Estado que se encuentra, en muchos casos, no sólo frente a empresas que no cuentan con bienes en el Perú, sino frente a empresas que no son solventes y que han encontrado en el Perú, el lugar ideal para lucrar, ejecutando obras al menor costo posible y sin haber invertido en el país.”
Razones no faltan. Es cierto que hay una situación anómala que debe corregirse en resguardo del trato justo e igualitario para todos. No menos cierto es que idénticos conceptos, a favor de fijar la capacidad máxima de contratación de cada postor se podría extender no sólo para el caso de la ejecución de obras sino también, en primer término, de la consultoría de obras y, quizás también, para el caso de las otras contrataciones del Estado con el objeto de garantizarle a cada entidad la idoneidad del postor al que le adjudica un proceso y principalmente su capacidad de responder frente a cualquier eventualidad.
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