domingo, 22 de noviembre de 2015

La falta de motivación no debe provocar la impugnación del laudo

DE LUNES A LUNES

El inciso 5 del artículo 139 de la Constitución Política del Perú establece que es un principio de la función jurisdiccional la motivación escrita de las resoluciones judiciales en todas las instancias, excepto en los decretos de mero trámite, con mención expresa de la ley aplicable y de los fundamentos de hecho en que se sustentan.
Previamente, el inciso 1 del mismo artículo consagra la unidad y exclusividad de la función jurisdiccional y subraya que no puede establecerse jurisdicción alguna independiente, con excepción de la militar y la arbitral, precepto citado reiteradamente para demostrar que en el país el arbitraje es una jurisdicción independiente de la ordinaria que goza de un inobjetable reconocimiento constitucional que, sin embargo, no le obliga a observar las exigencias exclusivamente aplicables a las resoluciones judiciales, como el caso de la motivación escrita.
Ello, no obstante, el inciso 1 del artículo 56 de la Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, dispone que todo laudo deberá ser motivado, a menos que las partes hayan convenido en algo distinto o que se trate de un laudo pronunciado en los términos convenidos por las partes conforme al artículo 50, relativo al acuerdo al que eventualmente pueden llegar las partes para resolver en forma total o parcial la controversia que se da por terminada en los extremos que correspondan, emitiendo para tal fin un laudo que no necesita de motivación alguna en razón de lo expuesto.
Más adelante, el artículo 59 estipula de manera categórica que todo laudo es definitivo, inapelable y de obligatorio cumplimiento desde su notificación a las partes, destacando además que produce los efectos de cosa juzgada. El artículo 62, a su turno, advierte que contra el laudo sólo podrá interponerse un recurso de anulación que constituye la única vía de impugnación y que tiene por objeto la revisión de su validez por las causales taxativamente enumeradas en el artículo 63, que versan sobre aspectos meramente formales, al punto que está prohibido bajo responsabilidad que la Corte Superior que lo recibe se pronuncie sobre el fondo de la controversia o sobre el contenido de la decisión “o calificar los criterios, motivaciones o interpretaciones expuestas por el tribunal arbitral.”
La jurisprudencia, empero, ha puesto en evidencia que el Poder Judicial califica los criterios, motivaciones o interpretaciones expuestas por el tribunal arbitral en la gran mayoría de las impugnaciones que se interponen y que invariablemente se sustentan en la denominada falta de motivación del laudo cuando no en la motivación contradictoria, insuficiente o aparente y en el señalado artículo 56 de la Ley de Arbitraje.
La impugnación de los laudos arguyendo la falta de motivación se ha convertido en la forma más fácil para judicializar el arbitraje y lograr el propósito de encarecer y dilatar los litigios que anima a esas partes a las que se les apremia a agotar todas las instancias imaginables o a las que se les alienta a no acabar nunca los procesos supuestamente desfavorables para ellas.
En atención a esa distorsión que vulnera el espíritu de la norma que es la de ofrecer a las partes una decisión final debidamente motivada que no acarree ninguna consecuencia, debería eliminarse esta exigencia propia, como queda dicho, de las resoluciones judiciales que se ventilan en procesos en los que los justiciables no eligen a quienes les administran justicia y con legítimo derecho reclaman que se les explique los fundamentos de la sentencia con la que se los condena, se los exculpa, se los indemniza o se los premia.
En el arbitraje las partes eligen a quienes les administran justicia y se supone que lo hacen porque confían en ellos, en la capacidad que tendrán para entender el problema y para encontrarle una solución. Esa es, sin duda, una diferencia capital que podría exonerar al tribunal arbitral de la necesidad de motivar la decisión con la que se pone fin al proceso. Cuando menos, de impedir que el cuestionamiento de esa motivación sea una causa para pedir la anulación del laudo.
Sostener que existe la posibilidad de que las partes exoneren a los árbitros de la necesidad de motivar el laudo es un paliativo que no cabe, por ejemplo, en los arbitrajes con el Estado por la sencilla razón de que ningún funcionario se va a atrever a pactar algo así. Quizás para que esta alternativa tenga algo de utilidad debería establecerse en sentido inverso, esto es, que tenga que acordarse por escrito la obligación de motivar los laudos o que tenga que acordarse por escrito que la falta de motivación, la motivación deficiente o cualquier otra razón vinculada a ella pueda ser causal para interponer un recurso de anulación.
Si desaparecería la posibilidad de interponer un recurso de anulación por falta de motivación no acabaría esta forma maliciosa de judicializar y extender los reclamos pero con toda seguridad habría menos impugnaciones y el arbitraje volvería a ser ese medio mágico, rápido y eficaz de solución de conflictos y no la caricatura en la que esos artilugios pretenden convertirlo.
EL EDITOR

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