domingo, 30 de octubre de 2016

Fortalecer el arbitraje en la contratación pública

DE LUNES A LUNES

Desde 1997, año de la promulgación de la Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado 26850 –cuyo proyecto tuve el honor de elaborar–, y más precisamente desde el año siguiente, en que entró en vigencia, con la aprobación de su Reglamento, mediante el Decreto Supremo 039-98-EF, vengo escuchando diversas voces que en distintos tonos anuncian la eliminación del arbitraje como medio de solución de todas las controversias que se suscitan en aquellas relaciones jurídicas sometidas a su imperio.
En un principio eran voces temblorosas que advertían que esa revolucionaria reforma no iba a prosperar y no se iba a aprobar como parte de la norma que unificó regímenes dispersos y consolidó todos los procesos de selección y sus consecuencias bajo un mismo universo legislativo y bajo el imperio de un único Consejo Superior de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, el –para muchos– ya legendario CONSUCODE.
La Ley ha ido cambiando con el paso de los años. Ha experimentado varias modificaciones, algunas más importantes que otras, unas más profundas que otras. Ninguna de ellas, sin embargo, le ha quitado su esencia que es la de regular de manera ordenada y uniforme todos los procesos o procedimientos de selección que convocan las entidades del Estado con el objeto de contratar bienes, servicios y obras a lo largo y ancho del territorio nacional.
Ha habido reformas significativas en el 2001 y en el 2004 que dieron lugar a dos textos únicos ordenados de la Ley y que dieron lugar también a otros reglamentos. En ambos cambios tuve oportunidad de dar mi opinión a través de los medios de comunicación y en el seno de las mesas de trabajo que se organizaron para el efecto. Después vino la reforma del 2008 que en sus inicios pareció que iba a ser muy radical y que fue promovida por destacados expertos del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, con quienes personalmente me entrevisté y a quienes, en mi condición de padre de la criatura y de especialista en la materia, les di algunos consejos respecto a la intención de reducir los alcances de las normas para dejar en manos de cada entidad los detalles de cada convocatoria. Les expliqué entonces los riesgos que, para países como los nuestros, puede generar una legislación muy ligera y muy expuesta a la voracidad de aquellos proveedores que sólo buscan sacarle la vuelta.
El Decreto Legislativo 1017, que fue el fruto de ese esfuerzo, felizmente no incorporó grandes cambios –más allá de la creación del novísimo Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado, OSCE– entre otras razones porque se entendió finalmente que no hay nada por descubrir en este rubro de las compras públicas y que lo que importa más bien es la celeridad y eficiencia con se enfrentan los procesos y se consolidan los contratos. Ello, no obstante, en lo que al arbitraje respecta, se afianzaron las tendencias que propician mayores controles en un intento por evitar que las malas prácticas encuentren alguna forma de expresarse a través de este medio de solución de conflictos. Aparecieron las especialidades y las nuevas obligaciones para los árbitros.
Sostuve en aquella ocasión y sostengo ahora que la mejor forma de ganar ese combate contra la corrupción, que infecta a todas las instituciones, es con transparencia, difundiendo todo: designaciones, recusaciones, laudos, anulaciones, medidas cautelares y todo lo que pueda resultar ilustrativo. Los líos entre privados, interesan sólo a los privados, es cierto. No menos cierto es que los líos que comprenden al Estado, nos interesan a todos. Y por esa razón, a diferencia del arbitraje entre particulares, el arbitraje en compras públicas debe priorizar la publicación de la mayoría de sus actuaciones.
Más recientemente, con la Ley 30225, vigente desde este año, pese a los evidentes avances en el conjunto, en lo relativo a la resolución de divergencias se han acentuado los controles, creándose un registro único de árbitros e impidiendo en los hechos que algún profesional pueda contribuir con sus conocimientos al esclarecimiento de un asunto particularmente complejo simplemente por no estar inscrito en él.
Se ha mantenido innecesariamente un orden de prelación que devolvería a su tumba al mismo Kelsen. Se han mantenido los plazos perentorios para iniciar los reclamos. Es verdad que se ha estirado su duración al doble: de quince a treinta días. Lo que se requiere, empero, no son plazos más amplios. Se necesita eliminar los plazos y dejar las puertas abiertas para formular las peticiones en cualquier momento hasta antes de que concluyan los contratos. Como era antes. Se insiste en aceptar la acumulación de pretensiones sólo hasta antes de que concluya la etapa probatoria como si no fuese posible hacerlo en cualquier momento hasta antes de emitir el laudo con el objeto de propiciar la concentración de puntos controvertidos y no su dispersión en varios procesos.
No hay que eliminar el arbitraje de las contrataciones del Estado. Lo que hay que hacer es devolverle su autenticidad y su razón de ser. Cuando hace 19 años propuse su incorporación en la normativa sobre compras públicas lo hice convencido de que era la única forma de resolver los problemas de manera rápida y eficaz. Cuando propuse extraer esta clase de conflictos del Poder Judicial y llevarlos al arbitraje lo hice convencido de que éste es un medio que los soluciona sin tanta regulación y sin tanta burocracia. Con el correr del tiempo hemos creado tanta reglas y tantas obligaciones que pronto no se diferenciará mucho de aquello de donde lo sacamos. Esa, por lo demás, puede ser la explicación de los errores que hoy lamentamos.
El mejor antídoto contra la corrupción es la transparencia. Y si se insiste en conservar registros obligatorios que lo sean sólo para los árbitros que deben elegir las entidades. Si ellas seleccionan a profesionales honestos y competentes esa será la mejor garantía de un proceso limpio y justo. Porque ese árbitro no permitirá que se seleccione a un presidente que no ofrezca esas seguridades.
Al particular no lo obliguemos a elegir de ningún registro. Dejémosle la posibilidad de designar a profesionales que no están en el mercado arbitral pero que pueden aportar con sus conocimientos y sus experiencias. Si el privado se equivoca en la elección serán sus intereses y sus pretensiones las que podrán perderse. Si la entidad es la que se equivoca, serán los intereses públicos los que se encontrarán afectados y como a todos nos preocupa que estén cabalmente protegidos pues habrá que poner los focos en estas nominaciones.
Ahora que, a propósito de las facultades delegadas por el Congreso de la República al Ejecutivo para legislar sobre diversos temas, se pretende modificar nuevamente la Ley de Contrataciones del Estado, hagámoslo para mejorar sus alcances y en lo que toca al arbitraje, que es una conquista envidiada por muchos otros países –que agotan esfuerzos para reproducirlo en sus legislaciones–, hagamos lo indispensable para fortalecerlo y devolverlo a sus orígenes.
EL EDITOR

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