domingo, 6 de septiembre de 2015

El antídoto de la transparencia

DE LUNES A LUNES
Cuando hace dieciocho años propuse la incorporación del arbitraje como medio de solución de controversias en el mundo de la contratación pública, lo hice convencido de que era la única manera de acabar con los litigios engorrosos que duraban varios años y que desgastaban y arruinaban a quienes se animaban a enfrascarse en sus tortuosos vericuetos. Lo incluí en el proyecto que elaboré y que se convertiría en la Ley 26850 después de comprobar que los conflictos que se suscitaban en los contratos financiados con créditos procedentes del exterior se resolvían de una forma rápida y eficaz gracias a las cláusulas arbitrales que el Estado suscribía porque eran parte de los convenios de préstamo.
Es verdad que las leyes de entonces dejaban abierta la posibilidad de que las entidades públicas celebren contratos con cláusulas de este tipo pero lo cierto es que ninguna lo hacía al menos para el caso de las operaciones financiadas con fondos del tesoro que no debían sujetarse a bases y términos de referencia elaborados por organismos internacionales. La Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado –así denominaba originalmente– las obligó a hacerlo con lo que se desató una revolución jurisdiccional que democratizó el arbitraje, que estaba reservado para grandes contratos comerciales o de inversión, llevándolo hasta los rincones más apartados del país.
Esa explosión popular si bien contribuyó a superar varios problemas, como era previsible, trajo otros generados por su constante crecimiento, alimentado por algunas normas de control que desalentaban a los funcionarios públicos a tomar determinadas decisiones para evitar los procesos que se les abrían a todos aquellos que se atrevían a arribar y suscribir acuerdos con sus proveedores con el objeto de salvar sus contratos. Esas decisiones se trasladaron a la vía arbitral que terminó sustituyendo a las autoridades. No está mal que así sea, pero mejor sería que al arbitraje vayan sólo aquellas disputas en las que no hay posiciones coincidentes porque es un medio de solución de discrepancias no una dependencia de la administración pública que deba oficializar en última instancia lo que corresponde hacer en cada caso.
Ese arbitraje en materia de contrataciones públicas, sin embargo, nació con una peculiaridad que la diferenciaba nítidamente del arbitraje comercial o de inversión: la transparencia. En el entendido de que las cuestiones de los particulares sólo interesan a los particulares y que las cuestiones del Estado interesan a todos, porque son los fondos públicos los que están en juego, desde un principio, se dispuso que sean difundidos los laudos con los que se pone fin a cada litigio. Más adelante se extendió la exigencia y ahora se difunden las designaciones residuales que hace el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado en defecto de las partes o a falta de acuerdo en la elección del presidente del tribunal arbitral, las resoluciones de recusación contra los árbitros así como otras resoluciones vinculadas como por ejemplo las medidas cautelares que emiten los jueces o aquellas otras con las que se deciden los recursos de anulación que se interponen contra los laudos.
El paradigma de la confidencialidad con el que se viste el arbitraje comercial y de inversión tiene también su excepción. La propia Ley de Arbitraje, actualmente vigente, estipula, en el inciso 3 del artículo 51, que “en todos los arbitrajes regidos por este Decreto Legislativo en los que interviene el Estado peruano como parte, las actuaciones arbitrales estarán sujetas a confidencialidad y el laudo será público, una vez terminadas las actuaciones.” Previamente en el inciso 1 del mismo artículo se preceptúa solemnemente que “salvo pacto en contrario, el tribunal arbitral, el secretario, la institución arbitral y, en su caso, los testigos, peritos y cualquier otro que intervenga en las actuaciones arbitrales, están obligados a guardar confidencialidad sobre el curso de las mismas, incluido el laudo, así como sobre cualquier información que conozcan a través de dichas actuaciones, bajo responsabilidad.” El inciso 2 del mismo artículo 51 agrega que “este deber de confidencialidad también alcanza a las partes, sus representantes y asesores legales, salvo cuando por exigencia legal sea necesario hacer público las actuaciones o, en su caso, el laudo para proteger o hacer cumplir un derecho o para interponer el recurso de anulación o ejecutar el laudo en sede judicial.”
Ello, no obstante, justo es reconocer que el asunto de la reserva está siendo revisado a nivel mundial a propósito de los pleitos que enfrentan empresas de accionariado difundido y cuyo resultado incide en el precio de los títulos que se cotizan en las bolsas. El derecho de todo accionista, por pequeño que sea, a saber los litigios en los que están involucradas las sociedades en las que tiene alguna participación está por encima del deber de confidencialidad toda vez que si toma conocimiento de los riesgos a los que se expone su inversión es probable que decida vender antes de que su valor baje como consecuencia de esos arbitrajes.
Es cierto que en ocasiones en los arbitrajes se discuten y ventilan procedimientos industriales, secretos de fábrica y otros detalles que de ser difundidos podrían eventualmente poner en manos de la competencia de unos las claves de la producción de otros perjudicándolos a estos últimos de manera irreversible. No menos cierto es que la difusión de un proceso que confronta una determinada empresa que cotiza en bolsa podría poner en riesgo el precio de sus acciones y ni qué decir de la difusión de laudo que la puede condenar al pago de una fuerte suma de dinero que debilitará considerablemente sus finanzas.
La confidencialidad en el primer ejemplo pretende proteger las fórmulas y procedimientos debidamente patentados. En el segundo caso aspira a ocultar información fundamental que en realidad debería ser del dominio de accionistas, potenciales compradores e interesados en general. Si las partes no desean que sus desavenencias sean conocidas resulta indispensable que las resuelvan en trato directo o conciliándolas sin la intervención de terceros o sin someterlas a un proceso arbitral. Cuando menos si el Estado está de por medio, habida cuenta de que, como queda dicho, allí donde éste interviene, las actuaciones podrán estar sujetas a la reserva pero no el laudo, que deberá ser difundido.
Modernamente, sin embargo, el Estado, no sólo a través de las distintas reparticiones de la administración pública sino de sus propias empresas –cuyo número, giro y actividades varía según el modelo económico que cada país adopte–, puede encontrarse involucrado en arbitrajes en los que se discutan esos secretos industriales o que se pongan en riesgo cotizaciones de bolsa de forma tal que su sola presencia no necesariamente debería obligar a difundir la existencia de los procesos, sus actuaciones y la forma en que concluyen, como tampoco su ausencia debería obligar a guardar absoluta reserva sobre esos detalles.
Un ejemplo ilustrativo en materia de contratación pública: El proceso arbitral que le entabla al Estado un contratista por enriquecimiento indebido derivado de la negativa de una determinada entidad de reconocer ciertas obligaciones pecuniarias que no puede reclamar por otro concepto, ¿puede o no ser divulgado? Su sola difusión podría alentar a otros contratistas, en condiciones absolutamente iguales, a emprender idénticos procesos y a poner a la respectiva repartición de la administración pública en el riesgo inminente de tener que repetir el desembolso al que puede haber sido condenada, en forma ilimitada. ¿Eso es correcto o no? Todo parece indicar que es correcto para proteger o hacer cumplir un derecho, excepción a la que alude directamente el inciso 2 del artículo 51 de la Ley de Arbitraje.
Un factor adicional en favor de la transparencia es que ninguno de los delitos que se han perpetrado a través de algún arbitraje y que han generado esta embestida legislativa que se ha desatado en las últimas semanas contra este medio rápido y eficaz de resolución de conflictos corresponde al ámbito de la contratación pública. Todos ellos son arbitrajes comerciales de naturaleza civil, inmobiliaria y contractual. La ola de proyectos de ley y de decretos legislativos que se ha desencadenado es comprensible pero debería concentrarse en lo más importante que sería dotar de mayor difusión absolutamente a todos los procesos arbitrales, de manera muy particular a aquellos que comprenden la transferencia de derechos sobre bienes inmuebles y muebles de registro obligatorio.
El arbitraje en contratación pública por esta vía le prestaría un servicio al arbitraje comercial que no sería otra cosa que la devolución de un favor por otro, habida cuenta de que la Ley de Arbitraje, promulgada mediante el Decreto Legislativo 1017, entre otros aciertos, estipuló que para suspender la ejecución de un laudo contra el que se ha interpuesto un recurso de anulación es indispensable consignar ante la Corte una fianza por un monto equivalente al que se ordena pagar. Esa exigencia elemental para devolverle su lugar al recurso de anulación y para que deje de ser una instancia más, no se atrevió a incorporarla la Ley de Contrataciones del Estado, cuya última versión vigente fue promulgada mediante el Decreto Legislativo 1017. Lo hizo la Ley de Arbitraje y es hora de agradecerle. Que ahora la Ley de Arbitraje reproduzca de la Ley de Contrataciones del Estado la obligación de publicar los laudos y demás detalles de los procesos arbitrales. Habrá algunas sorpresas pero sin duda se evitarán problemas mayores. El antídoto de la transparencia con toda seguridad coadyuvará a evitar nuevos actos de corrupción y nuevos delitos.

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