El arbitraje restituye el equilibrio que se rompe
con contratos que no están bien concebidos por una
serie de irregularidades
En una
entrevista reciente, publicada en el diario Gestión, el doctor José Daniel
Amado refirió que el Perú sólo ha perdido un caso en los arbitrajes que se
ventilan en el Centro Internacional de Arreglo de Disputas Relativas a
Inversiones (CIADI), creado por el Banco Mundial en 1965. En total ha tenido
hasta ahora doce procesos, de manera que el ratio es excelente.
Ese único
revés, sin embargo, sirvió para que el Estado se dé cuenta de que debe
defenderse bien y para que desarrolle una estrategia de tres objetivos: buscar
siempre y en primer término, aún cuando tenga la controversia aparentemente
inclinada hacia su lado, un arreglo previo con el inversionista con la
participación de todos los sectores involucrados; concentrar el patrocinio en
una sola oficina, en la eventualidad de que no prospere el acuerdo; y que esa
oficina única decida el nombramiento de los abogados del Estado y que tenga
libertad para designar a firmas extranjeras de reconocido prestigio
internacional y a importantes firmas nacionales de abogados que coadyuven en la
causa.
Resulta
pertinente destacar el alto grado de eficiencia alcanzado por el Estado en esta
clase de arbitrajes lo que revela, en primer término, que no es cierto eso de
que las entidades públicas siempre pierden en esta clase de procesos destinados
a resolver controversias de una manera rápida y especializada. No debería ocurrir
nada distinto en otros escenarios. No debería ser diferente, por ejemplo, en el
caso de las divergencias que se suscitan bajo el imperio de la Ley de
Contrataciones del Estado.
¿Por qué
en este terreno las entidades no tienen ni por asomo ese nivel de eficiencia?
La respuesta es muy simple: porque los contratos que celebran las diversas
reparticiones de la administración pública que convocan licitaciones y
concursos públicos no tienen la solidez que demuestran los que llegan al
arbitraje de inversiones. Y porque, adicionalmente a eso, en el ámbito
estrictamente comercial e industrial, el Estado, si está en una difícil
posición en la disputa, trata por todos los medios de eludir el arbitraje, en
cambio, en las compras públicas se conduce como si quien marcha
irremediablemente hacia las horcas caudinas.
Adicionalmente
a eso no hay que olvidar que en realidad el arbitraje –y cualquier otro
mecanismo de solución de discrepancias– lo que hace en las compras públicas es restituir
el equilibrio que la ineficacia del Estado rompe al suscribir contratos que no
están bien concebidos por una serie de irregularidades que pueden estar
vinculadas a los estudios que les sirven de sustento o a los presupuestos
referenciales, bases y términos de referencia sobre los que descansan.
En el
arbitraje de inversiones la propia existencia de una institución como el CIADI
específicamente creada, como lo señala el doctor Amado, para resolver los
problemas que se generen entre los gobiernos y las empresas propicia un
ambiente ideal para superar las discrepancias en trato directo, en lo posible
sin tener que llegar al arbitraje, en el entendido de que una vez iniciado éste,
el proceso mismo puede demorar uno o dos años según la complejidad del caso. El
arbitraje opera aquí como antídoto para evitarlo, para evitarse así mismo. En
las contrataciones del Estado sujetas al ámbito del Decreto Legislativo N°
1017, sucede todo lo contrario. Las entidades van al arbitraje para resolver
todo lo que no quieren o no pueden dilucidar en la ejecución de cada contrato,
pero en realidad no quisieran ir a esta vía, sino al Poder Judicial, con la
seguridad de que allí el proceso mismo puede demorar cinco o diez veces más.
Lo que se
trata de ganar en el arbitraje comercial, se trata de perder en el arbitraje en
compras públicas: tiempo, el tiempo de todos, de las partes, de los jueces, de
los usuarios. Es una tendencia desafortunadamente muy marcada que debe
revertirse en el curso de este año que empieza para situar el asunto en su
dimensión correcta. Para ese efecto urge cambiar la mentalidad de determinados
funcionarios públicos que piensan que su tarea es pagar siempre menos,
incumplir obligaciones y hacer quebrar a sus contratistas. Urge, desde luego,
también cambiar a determinados postores que creen que se les debe adjudicar
cuanto proceso se convoca y se les debe retribuir con las más altas
remuneraciones a cambio de las más bajas prestaciones. Pero por encima de todo
urge recomponer el entorno para que los contratos que suscriban las entidades
sean más viables y no tan endebles, para que soporten los vaivenes de las
prestaciones y de la acción demoledora de los órganos de control que también
tendrán que adecuarse a las necesidades del momento. Mientras tanto, como queda
dicho, el arbitraje seguirá siendo un mecanismo para suplir la ineficacia del
Estado.
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