Desde 1997 hasta la fecha y cada cierto tiempo empiezan a circular rumores en los que se anuncia como inminente la desaparición del arbitraje como mecanismo obligatorio de solución de controversias en contratación pública. Quienes alientan estas corrientes son, en primer término, los enemigos de una solución rápida y eficaz de los conflictos que se derivan de los contratos sujetos a la Ley de Contrataciones del Estado, promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1017. En segundo lugar, también promueven estas ideas aquellos que legítimamente entienden que no está bien regulado y que podría estar mejor. Unos y otros, sin embargo, terminan en la misma línea de combate y a unos y otros por tanto corresponde explicarles el error en el que incurren. Ello no excluye la posibilidad de discutir algunas modificaciones que tiendan a perfeccionar la institución.
¿Qué pasaba antes? Antes de que entren en vigencia las normas que gobiernan la contratación pública los reclamos eran atendidos, como hasta hoy, en primera instancia por las propias entidades y, en segunda instancia, en tribunales o consejos especiales que agotaban la vía administrativa. Si el contratista, como se lo conoce ahora, no quedaba satisfecho con lo resuelto podía continuar el litigio en la vía judicial. Como admiten algunos, esa alternativa se evaluaba mucho porque de ordinario embarcarse en un juicio era, como hasta hoy, una aventura que podía tomar varios años. Esa evidencia hacía desistir a muchos. Otros en cambio persistían en el reclamo y a menudo esos contratos se detenían y el país en buena medida se paralizaba hasta que se decida el destino del pleito.
La primera consecuencia, el desistimiento, por cierto que les facilitaba la tarea a los funcionarios públicos porque se desembarazaban de una disputa y seguían adelante en sus labores. Pero, ¿cómo quedaba el contratista, el proveedor del Estado? En ocasiones, quebrado. En el mejor de los casos, seriamente afectado. ¿Es eso lo que se quiere? Que las autoridades provoquen la desaparición de los postores. No parece lo más acertado.
La segunda consecuencia, la continuación del reclamo y la suspensión de los contratos tampoco era lo mejor. El desarrollo del país terminaba detenido y las obras y demás prestaciones quedaban inconclusas por largos períodos en aplicación de las medidas cautelares que con todo derecho solicitaban aquellos proveedores perjudicados generalmente por las deudas que los asfixiaban.
En simultáneo mientras ésta era la realidad de las desavenencias que se suscitaban en las relaciones contractuales gobernadas por la normativa nacional las discrepancias que se generaban en el marco de los contratos financiados con créditos del Banco Mundial o del Banco Interamericano de Desarrollo se resolvían muy rápidamente a través de distintos medios de solución alternativa de conflictos, tales como el trato directo, las conciliaciones y los arbitrajes. Los contratistas no terminaban quebrados y el país y sus obras no se paralizaban.
¿Por qué eso que beneficiaba a los contratos financiados con dinero que venía de fuera no podía aplicarse a los contratos financiados con fondos del tesoro, con dinero de todos los peruanos? ¿Es que sólo había que cuidar los intereses transnacionales y descuidar los del Estado? ¿Por qué ese doble y contradictorio tratamiento? ¿Sólo porque las cláusulas arbitrales venían insertas en los contratos financiados con créditos procedentes de fuera y porque los contratos financiados por el erario nacional no tenían esas cláusulas? Pues la solución era incorporar esas mismas cláusulas en todos los contratos que se derivan de licitaciones y de cualquier proceso de selección, independientemente de su fuente de financiamiento. Y eso se hizo aceptando la propuesta que hice y que incorporé en el primer proyecto de la ley que tuve el honor de elaborar y que unificó los regímenes entonces dispersos de obras, bienes y proyectos.
Esa revolución legislativa es ponderada en todo el mundo y muchos analistas vienen a examinarla con el objeto de reproducirla en sus respectivos países. Aquí, en cambio, algunos quieren eliminarla. Paradojas de la vida, como hemos dicho. En el medio, entre ambos extremos aparecen quienes proponen introducir variaciones que finalmente, en forma deliberada o inconsciente, buscan o logran lo mismo: desaparecer el arbitraje o hacerlo totalmente ineficaz. En esa línea se inscriben quienes lo hacen de buena fe tratando de mejorar la institución para liberarla de esas deficiencias que desde luego tiene como cualquier otra obra humana y quienes lo hacen de mala fe, escondiendo sus torvos propósitos que no se atreven a mostrarlos abiertamente para no enfrentarse a la corriente universal que aprueba la fórmula vigente.
En la última gran reforma, por ejemplo, se incluyó la necesidad de que los árbitros tengan especialidades en derecho administrativo, contratación pública y arbitraje. Suena obvio. Sin embargo, el riesgo estriba, como también lo hemos señalado, en que la regulación de esas exigencias termine constituyéndose en un filtro para eliminar a aquellos árbitros de alguna manera incómodos para determinados sectores o, lo que es lo mismo, para priorizar o monopolizar el sistema a favor de aquellos árbitros más cercanos a ciertas autoridades. Claro que igualmente puede servir para proscribir a aquellos que incurren en conductas impropias de la función pero ninguno de esos fines puede admitirse con ese criterio. Una obligación de carácter académico no puede emplearse sino para mantener a quienes cumplen con la exigencia y eliminar a quienes no la cumplen. Ya se sabe, empero, que nada puede ser tan absolutamente objetivo. Por eso, para evitar esas suspicacias es que se plantea que sea el propio mercado el que quita y ponga. Que sea la propia conducta de los árbitros la que sea sancionada o premiada por las partes o, por último, por los centros de arbitraje que con todo derecho pueden retirar de sus registros a quienes incurren en prácticas que sus reglamentos penalizan.
Otra propuesta es aquella de crear un registro único de árbitros administrado por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE) que marginaría de esta modalidad de administración de justicia a todos aquellos profesionales altamente especializados que no están en inscritos en ningún registro ni quieren estarlo pero que ocasionalmente se desempeñan como árbitros invitados por las partes para contribuir a la solución de conflictos particularmente complejos. Ese registro único también alejaría de la contratación pública a importantes centros de arbitraje que operan en el país y cuyos registros quedarían relegados y condenados a no tener ninguna utilidad práctica. El régimen de registro único puede ser útil en determinadas actividades y en determinados sectores. No en la resolución de controversias donde en lo posible debe prevalecer y respetarse la voluntad de las partes, libremente expresada.
Una tercera innovación destinada a debilitar el arbitraje es aquella en cuya virtud se plantea incorporar una nueva causal de anulación del laudo con el que concluye el proceso. Para que el arbitraje sea rápido y eficaz se ha elegido un proceso de una sola instancia, perfectamente válido y constitucional. Si se incorpora una segunda instancia, y ya ni siquiera arbitral sino judicial, se regresa a lo de antes, al sistema que se desterró de la contratación pública precisamente para no paralizar al país en materias tan sensibles para su desarrollo y para no condenar a la quiebra a sus contratistas. ¿Eso es lo que se quiere?
La idea es que sea causal de anulación no observar el orden de prelación que prioriza a las normas de derecho público por sobre aquellas de derecho privado, lo que obligaría a los jueces adicionalmente a entrar a revisar el fondo de lo resuelto en el laudo cuando por definición la anulación sólo cabe cuando no se cumplen aspectos muy puntuales y exclusivamente formales al punto que el Poder Judicial está legalmente impedido de cambiar el laudo, tal como lo reconoce la Constitución del Estado y las recientes jurisprudencias del Tribunal Constitucional.
Una última reforma es la que pretende empujar a los contratistas a iniciar sus arbitrajes en plazos muy perentorios en la creencia que ello los hará desistir de litigar cuando lo cierto es que va a multiplicar los procesos. Actualmente se pueden empezar los arbitrajes en cualquier momento antes de que la liquidación del contrato quede consentida y eso está bien porque incluso permite que el contratista evalúe y renuncie a litigar cuando ha encontrado alguna compensación en el desarrollo de la prestación.
Hay quienes creen que colocando más obstáculos se evitan los pleitos cuando en realidad estos se reducirán cuando se creen mejores condiciones de contratación, cuando los valores referenciales dejen de ser insuficientes y cuando los funcionarios puedan tomar decisiones sin temor a las represalias con la seguridad de que actúan en defensa de los intereses del Estado y no se limiten, como ahora, a renunciar a estas atribuciones y a delegarlas en los arbitrajes. Que haya menos litigios sin sentido coadyuvará a sincerar la realidad y eso se logrará haciendo las modificaciones en otras normas que reclaman urgentemente su modernización.
Es verdad que el país necesita más trabajo y menos conflictos. Vive una situación especialmente favorable para su progreso que no debe detenerse provocando más desavenencias.
Es la hora de las conciliaciones, de las transacciones y de seguir trabajando. Pero no al precio de dejar en el camino lo que en justicia le corresponde a cada cual.
domingo, 1 de abril de 2012
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