DE LUNES A LUNES
La
renovación por tercios del Congreso de la República estuvo prevista en la
Constitución de 1933, para la Cámara de Senadores de entonces, pero no se llegó
a poner en práctica. Opera en otros países pero no es una suerte de evaluación
de cuyo resultado depende que unos parlamentarios sigan en funciones y otros
cesen. No. La renovación es total. En términos generales, un tercio se renueva
por completo al terminar el primer tercio del mandato legislativo. El segundo
tercio se renueva por completo al terminar el segundo tercio del mandato
legislativo. Y el tercer tercio se renueva por completo al terminar el tercer
tercio del mandato legislativo. Y los nuevos congresistas se quedan todos por
el mismo tiempo en sus curules. Los que arrancan el proceso, no. Obviamente.
Porque para que camine el sistema es indispensable que un tercio se vaya
pronto, otro a medio camino y sólo uno llegue hasta el final. La decisión de
quiénes se van primero, quiénes al medio y quiénes se quedan puede determinarse
en función de los votos obtenidos por cada agrupación pero guardando la misma
proporcionalidad.
El
objetivo en todos los casos no es examinar el trabajo de los elegidos. El
objetivo es hacer que las transiciones sean progresivas y no abruptas. Por
ejemplo, si un gobierno toma el poder con una amplia mayoría en el Congreso y
comienza un mandato con algunos errores graves, es muy posible que sus
parlamentarios no vuelvan a ser mayoría en el primer tercio que se vuelva a
elegir en primer lugar. Según como vaya el régimen se verá cómo sale del
segundo tercio y como termina el mandato en el tercero. En cualquier caso, la
correlación de fuerzas irá obligando al Ejecutivo a reacomodar sus fichas e
introducir los cambios que el gabinete exige para merecer la confianza
indispensable del Legislativo para retomar la marcha o iniciar un período
presidencial.
Si
el gobierno que suceda al que está en el poder es de otra tendencia, esa otra
tendencia ya habrá ido conquistando las mayorías en las elecciones previas lo
que le permitirá armar sus equipos probablemente sin mayores inconvenientes.
Si, por el contrario, la nueva tendencia no ha ido haciendo mayorías y
configura un volteretazo inesperado pues el gobierno que así nazca tendrá que
transar con el Congreso renovado que lo reciba y conformar un gabinete
conversado o de ancha base que le haga viable el ejercicio del poder para
evitar nuevas crisis.
Si
el objetivo de la renovación por tercios fuese examinar el trabajo de los
elegidos se estaría consagrando otra forma de vacar autoridades, uno de las
peores reformas que se han incluido en el sistema constitucional peruano. Tan
absurda es la posibilidad de despedir autoridades que al día siguiente de que
es elegido alguien, absolutamente todos los demás candidatos –salvo aquellos
con los que hubiese conformado alguna alianza que al menos subsista– cierran
filas, se convierten en sus adversarios y estarán dispuestos a propiciar su
caída lo más pronto pues eso elimina a un rival fuerte de la contienda y vuelva
a poner en competencia a todos los perdedores por el mismo puesto. La fórmula
pone al ganador en la boca del callejón oscuro por donde los demás lo empujan a
transitar a empellones sin que nadie se atreva a defenderlo.
Si
el electorado hace una mala elección tiene la opción de corregir y no volver a
elegir a la misma persona pero después de concluido su período salvo que
incurra en muy puntuales causales de remoción. No se puede corregir de
inmediato e ir sustituyendo autoridades, presidentes, alcaldes y gobernadores
como si se tratase de los capitanes de un equipo de fútbol durante un mismo
partido en el que los sucesivos cambios obligan a dejar el brazalete que así
los distingue de un compañero a otro. Las malas elecciones hay que sufrirlas,
aunque suene condenatorio, para quedar curados y no reincidir en la misma
equivocación, algo que todavía es indispensable aprender.
Quizás
para minimizar los riesgos hasta las elecciones unipersonales sólo deberían
llegar aquellas personas que previamente han pasado con éxito por elecciones
pluripersonales y eventualmente hasta han sido reelectas en sus jurisdicciones.
Que llegan después de haber hecho el aprendizaje cívico más elemental, de haber
ganado una o dos elecciones y de haberse familiarizado con la administración
pública y no haber salido magullados. Quizás es pedir demasiado.
En
ese escenario de renovación por tercios evidentemente debe permitirse la
reelección inmediata e indefinida de las autoridades. Por lo menos de aquellas
que integran órganos colegiados, como el Congreso de la República, la Asamblea
Regional o el Concejo Municipal. Respecto del presidente, el gobernador y el
alcalde, que constituyen en sí mismos órganos unipersonales, en el fondo
tampoco debería haber mayor restricción cuando menos para una reelección
inmediata como la tradición así lo ha impuesto en los Estados Unidos de
Norteamérica. Eso de pensar que si se permite la reelección, el candidato va a
aprovechar los recursos públicos a su favor es tan descabellado como creer que
no lo haría si el candidato fuese su esposa –como está de moda en diversos
países– o un correligionario de su más amplia confianza. Con el avance de la
tecnología y con los medios de comunicación al acecho ahora es literalmente
imposible que un candidato haga de las suyas sin ser descubierto.
Hay
que regresar a ese régimen tradicional en cuya virtud habían parlamentarios
históricos elegidos siempre en sus circunscripciones y que respondían leal y
honestamente a las demandas de sus conciudadanos. Desde luego que también
existían los advenedizos que no hacían un buen papel y que así como llegaban se
iban sin pena ni gloria para nunca más volver. Entre unos y otros también
habían revelaciones que ponían en evidencia la aparición de nuevas generaciones
de políticos con futuro decididos a labrarse el porvenir a punta de seriedad,
estudio y dedicación.
Pretender
que no haya reelección y que para cada elección los partidos saquen candidatos
para todos los distritos, provincias y curules que el país demanda es tarea de
titanes. Hay que premiar el esfuerzo y permitir que vuelvan los que deban
volver y dejar a la ciudadanía que castigue con su indiferencia a quienes no
deben regresar. El país tampoco tiene una inagotable fuente de profesionales
altamente especializados con manifiesto interés por servir a la Nación desde la
función pública que a juzgar por lo que se ve a diario no sólo no paga bien, en
el sentido más auténtico del término, sino que después persigue y hostiliza a
quienes se han limitado a hacer un servicio que debía agradecerse y no
castigarse, salvo, claro está, que surjan pruebas indubitables de malos manejos
y no simples presunciones sobre cuya base se suele traer por los suelos honras
y reputaciones bien ganadas que después ya es difícil reconstruir.
Al
margen de ello, lo que corresponde es reconocer que la prohibición de la
reelección parlamentaria ha sido un grave error que ha ahondado la crisis de
liderazgo y representación que aflige al país. Es hora de corregirlo. No hay
que perder tiempo.
Ricardo Gandolfo Cortés
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