DE LUNES A LUNES
Con renovados bríos los enemigos del
arbitraje y de la solución rápida y efectiva de las controversias han vuelto a
la carga alentados por los montos que habría obtenido irregularmente una
empresa extranjera a lo largo de trece años de turbias operaciones en el país.
Quienes quieren eliminar la posibilidad de que el Estado ajuste sus diferencias
con sus contratistas por esta vía se valen de los estudios e informes
elaborados por quienes desafortunadamente no son expertos en esta materia.
Lo primero que hay que admitir es que hay
arbitrajes que se construyen con el deliberado propósito de dilapidar los
fondos públicos y que para lograr sus objetivos se valen de diversos artilugios
pero básicamente de la complicidad de varios actores: funcionarios públicos,
árbitros y proveedores. En realidad son montajes que no deberían llamarse
arbitrajes porque para que haya arbitraje debe necesariamente haber algún
conflicto y en estos casos no lo hay, todos están confabulados y coludidos con
el mismo fin, razón por la que a menudo digo que eso es un circo o cualquier
cosa, menos arbitraje. En esos escenarios, el arbitraje se convierte en un
medio para consumar el delito, como podría hacerse y como desgraciadamente también
se hace a través del Poder Judicial o a través de una notaría, de un balance o
de una declaración jurada de impuestos que esconde utilidades y operaciones
encubiertas. Todos estos delitos hay que sancionarlos con todo el peso de la
ley. Pero no hay que dejar de ver la realidad. Que la turbamulta no nos
obnubile.
Hay otros casos –los que constituyen por
fortuna la abrumadora mayoría– en los que no se persigue ningún ilícito sino
todo lo contrario. Que la entidad que ha contratado a un proveedor le reconozca
lo que en justicia le corresponde: el pago de deudas pendientes, la ampliación
de plazo, los gastos generales indebidamente cuantificados, la aprobación de
informes, la eliminación o disminución de penalidades, la resolución del
contrato, la liquidación de cuentas, la
indemnización por daños y perjuicios o cualquier otra pretensión de índole
similar.
Los análisis nos quieren hacer creer que
el Estado pierde en la gran mayoría de los casos. Un trabajo de la Contraloría
General de la República que evaluó arbitrajes entre el 2003 y el 2013 sostuvo
que las entidades perdían el 70 por ciento del total de procesos. Sin embargo,
el estudio consideraba como derrota al arbitraje en el que al Estado se le
ordenaba pagar, por ejemplo, el cinco por ciento de lo que se le había
reclamado lo que para cualquier abogado constituye sin ninguna duda un gran
resultado para su cliente.
La Pontificia Universidad Católica del
Perú, en otro estudio que cubrió un período similar, llegó a una conclusión más
certera. De los 398 millones de soles que se le reclaman a las entidades los
laudos ordenan pagar 172 millones. Es decir, el 43 por ciento. El porcentaje
todavía podría bajar aún más si las estadísticas reflejaran lo que finalmente
paga el Estado habida cuenta de que hay una larga lista de espera, de deudas
incobrables, de deudas castigadas y de cumplimientos parciales, tardíos y
defectuosos que no acarrean ningún interés moratorio, a despecho de lo que la legislación
exige. La máxima en algunos sectores de la administración pública es, según una
cita que le atribuye a un antiguo broadcaster recientemente fallecido, no pagar
las deudas viejas y dejar envejecer las nuevas.
Agréguese a este dato otro igualmente
valioso. Las entidades demandan sólo en el 5 por ciento de los casos y los
proveedores en el 95 por ciento. Que el Estado gane en el 57 por ciento de lo
reclamado habiendo demandado sólo en el 5 por ciento de los casos es un
resultado altamente satisfactorio que debería alegrarnos a todos. ¿Cómo
pretender ganar más si sólo se demanda en tan pocos arbitrajes? Imposible. Hay,
empero, que hacer una explicación indispensable. ¿Por qué las entidades
demandan en tan mínimo porcentaje?
La verdad es que cuando el Estado
contrata, el proveedor se obliga a prestarle un servicio, ejecutar una obra o
suministrarle un bien. Si incumple su compromiso, la entidad tiene hasta cinco
medidas que puede adoptar muy fácilmente para exigirle que rectifique su
conducta y se ponga a derecho. Primero le deja de pagar; segundo, le aplica las
penalidades previstas; tercero, le resuelve el contrato; cuarto, le ejecuta las
fianzas; y quinto, si es que no lo ha estrangulado ya, lo envía al Tribunal de
Contrataciones del Estado para que lo inhabiliten. Lo más probable es que el
proveedor reaccione antes de que culminen todas estas acciones. Adviértase que
la entidad no tiene que tomarse la molestia de iniciar un arbitraje. Se vale de
otros medios para coaccionar a su contratista.
El proveedor, en cambio, no tiene esa
amplia gama de alternativas de acción efectiva. Si por desgracia quien incumple
es el Estado, lo único que puede hacer es solicitar un arbitraje y eso ocurre
en el 95 por ciento de los casos. Luego tiene que esperar que se constituya el
tribunal, que se instale, que se inicie el proceso, que se actúen las pruebas y
que se emita el laudo o sentencia. En el mejor de los casos, ocho meses. Cuando
no había la posibilidad de ir al arbitraje, estas discrepancias se podían
dilucidar en el Poder Judicial, si algún valiente se animaba a seguir
reclamando, pero podían demorar más de diez años sin que a nadie le llame a
escándalo. Ese fue el motivo que me impulsó a introducir el arbitraje como
mecanismo obligatorio de solución de controversias en el primer proyecto de Ley
de Contrataciones del Estado que tuve el honor de preparar. Y ese es el motivo
por el que creo que es muy importante esclarecer conceptos en un momento en el
que éstos se confunden. En defensa de la institución, de la justicia y del
debido proceso.
EL EDITOR
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