domingo, 4 de junio de 2017

En defensa del arbitraje

DE LUNES A LUNES

Con renovados bríos los enemigos del arbitraje y de la solución rápida y efectiva de las controversias han vuelto a la carga alentados por los montos que habría obtenido irregularmente una empresa extranjera a lo largo de trece años de turbias operaciones en el país. Quienes quieren eliminar la posibilidad de que el Estado ajuste sus diferencias con sus contratistas por esta vía se valen de los estudios e informes elaborados por quienes desafortunadamente no son expertos en esta materia.
Lo primero que hay que admitir es que hay arbitrajes que se construyen con el deliberado propósito de dilapidar los fondos públicos y que para lograr sus objetivos se valen de diversos artilugios pero básicamente de la complicidad de varios actores: funcionarios públicos, árbitros y proveedores. En realidad son montajes que no deberían llamarse arbitrajes porque para que haya arbitraje debe necesariamente haber algún conflicto y en estos casos no lo hay, todos están confabulados y coludidos con el mismo fin, razón por la que a menudo digo que eso es un circo o cualquier cosa, menos arbitraje. En esos escenarios, el arbitraje se convierte en un medio para consumar el delito, como podría hacerse y como desgraciadamente también se hace a través del Poder Judicial o a través de una notaría, de un balance o de una declaración jurada de impuestos que esconde utilidades y operaciones encubiertas. Todos estos delitos hay que sancionarlos con todo el peso de la ley. Pero no hay que dejar de ver la realidad. Que la turbamulta no nos obnubile.
Hay otros casos –los que constituyen por fortuna la abrumadora mayoría– en los que no se persigue ningún ilícito sino todo lo contrario. Que la entidad que ha contratado a un proveedor le reconozca lo que en justicia le corresponde: el pago de deudas pendientes, la ampliación de plazo, los gastos generales indebidamente cuantificados, la aprobación de informes, la eliminación o disminución de penalidades, la resolución del contrato,  la liquidación de cuentas, la indemnización por daños y perjuicios o cualquier otra pretensión de índole similar.
Los análisis nos quieren hacer creer que el Estado pierde en la gran mayoría de los casos. Un trabajo de la Contraloría General de la República que evaluó arbitrajes entre el 2003 y el 2013 sostuvo que las entidades perdían el 70 por ciento del total de procesos. Sin embargo, el estudio consideraba como derrota al arbitraje en el que al Estado se le ordenaba pagar, por ejemplo, el cinco por ciento de lo que se le había reclamado lo que para cualquier abogado constituye sin ninguna duda un gran resultado para su cliente.
La Pontificia Universidad Católica del Perú, en otro estudio que cubrió un período similar, llegó a una conclusión más certera. De los 398 millones de soles que se le reclaman a las entidades los laudos ordenan pagar 172 millones. Es decir, el 43 por ciento. El porcentaje todavía podría bajar aún más si las estadísticas reflejaran lo que finalmente paga el Estado habida cuenta de que hay una larga lista de espera, de deudas incobrables, de deudas castigadas y de cumplimientos parciales, tardíos y defectuosos que no acarrean ningún interés moratorio, a despecho de lo que la legislación exige. La máxima en algunos sectores de la administración pública es, según una cita que le atribuye a un antiguo broadcaster recientemente fallecido, no pagar las deudas viejas y dejar envejecer las nuevas.
Agréguese a este dato otro igualmente valioso. Las entidades demandan sólo en el 5 por ciento de los casos y los proveedores en el 95 por ciento. Que el Estado gane en el 57 por ciento de lo reclamado habiendo demandado sólo en el 5 por ciento de los casos es un resultado altamente satisfactorio que debería alegrarnos a todos. ¿Cómo pretender ganar más si sólo se demanda en tan pocos arbitrajes? Imposible. Hay, empero, que hacer una explicación indispensable. ¿Por qué las entidades demandan en tan mínimo porcentaje?
La verdad es que cuando el Estado contrata, el proveedor se obliga a prestarle un servicio, ejecutar una obra o suministrarle un bien. Si incumple su compromiso, la entidad tiene hasta cinco medidas que puede adoptar muy fácilmente para exigirle que rectifique su conducta y se ponga a derecho. Primero le deja de pagar; segundo, le aplica las penalidades previstas; tercero, le resuelve el contrato; cuarto, le ejecuta las fianzas; y quinto, si es que no lo ha estrangulado ya, lo envía al Tribunal de Contrataciones del Estado para que lo inhabiliten. Lo más probable es que el proveedor reaccione antes de que culminen todas estas acciones. Adviértase que la entidad no tiene que tomarse la molestia de iniciar un arbitraje. Se vale de otros medios para coaccionar a su contratista.
El proveedor, en cambio, no tiene esa amplia gama de alternativas de acción efectiva. Si por desgracia quien incumple es el Estado, lo único que puede hacer es solicitar un arbitraje y eso ocurre en el 95 por ciento de los casos. Luego tiene que esperar que se constituya el tribunal, que se instale, que se inicie el proceso, que se actúen las pruebas y que se emita el laudo o sentencia. En el mejor de los casos, ocho meses. Cuando no había la posibilidad de ir al arbitraje, estas discrepancias se podían dilucidar en el Poder Judicial, si algún valiente se animaba a seguir reclamando, pero podían demorar más de diez años sin que a nadie le llame a escándalo. Ese fue el motivo que me impulsó a introducir el arbitraje como mecanismo obligatorio de solución de controversias en el primer proyecto de Ley de Contrataciones del Estado que tuve el honor de preparar. Y ese es el motivo por el que creo que es muy importante esclarecer conceptos en un momento en el que éstos se confunden. En defensa de la institución, de la justicia y del debido proceso.
EL EDITOR

No hay comentarios:

Publicar un comentario