lunes, 21 de octubre de 2019

El afán de controlarlo todo


A propósito del nuevo proyecto
de Decreto de Urgencia para reactivar proyectos

DE LUNES A LUNES

La semana pasada se anunció que la Contraloría General de la República había remitido al Poder Ejecutivo, para su revisión y aprobación, un proyecto de Decreto de Urgencia con un conjunto de planteamientos que en su momento incorporó en algunas iniciativas legislativas enviadas al Congreso con el objeto de resolver los contratos de las obras públicas que se encuentren paralizadas por diversos incumplimientos, por deficiencias técnicas y por tener controversias en curso. Los contratos que podrían resolverse serían aquellos cuyo avance físico se encuentre por encima del sesenta por ciento de la ejecución programada. Podría no llegarse a ese extremo, según lo que ha trascendido, si es que se reinician los trabajos aun cuando existiese en trámite alguna reclamación.
La iniciativa incluye la expansión del modelo de control concurrente sobre toda clase de contratos que se celebren a nivel nacional para asegurar que los recursos públicos sean invertidos en estricto cumplimiento de las normas previstas para el efecto. Esta es una medida acertada siempre que comprometa a la Contraloría no sólo a acompañar la ejecución de toda la prestación sino a asegurar que las acciones que se adopten entre las partes, sin que ella las objete, no serán posteriormente motivo para iniciar otros procedimientos destinados a determinar responsabilidades contra los funcionarios públicos o procesos de otra índole contra los propios contratistas y proveedores. Que su presencia sea útil para evitar y prevenir la comisión de toda clase de delitos y para agilizar la correcta ejecución de los fondos del tesoro.
Desde luego, la Contraloría no podrá estar físicamente en absolutamente todas las obras en todo el territorio nacional pero probablemente a través de los órganos que de ella dependen podría tener una presencia suficiente como para cumplir con el propósito de la norma. En el caso de las obras públicas de gran envergadura se entiende que estaría aún más comprometida con profesionales más capacitados para cautelar la inversión pública y agilizar la aprobación de las resoluciones que por expreso mandato de la ley le corresponde emitir.
De otro lado el documento considera, de acuerdo a las informaciones que se han difundido, la obligación de que los árbitros que administran justicia en materia de contratación pública le presenten a la Contraloría una declaración jurada sobre conflictos de intereses así como la prohibición de que las instituciones arbitrales ratifiquen a los árbitros que no pertenecen a sus registros como requisito para que puedan actuar bajo el imperio de sus regulaciones. Estas son dos medidas desacertadas e intervencionistas.
La primera puede ser la punta de lanza de una campaña destinada a estatizar el arbitraje y convertir a los árbitros en funcionarios públicos, antigua pretensión de quienes desconocen la esencia de esta institución, que es la administración de justicia privada por oposición a la administración de justicia pública que se ejerce a través del Poder Judicial, y que podría debilitarla o incluso condenarla a su desaparición en perjuicio de todos los tratados de libre comercio que el Perú tiene suscritos en los que invariablemente se consigna este medio de solución de disputas como única alternativa para atender las reclamaciones que se susciten en la ejecución de los contratos comprendidos en ellos.
Pero no sólo eso. Al convertir a los árbitros en funcionarios públicos éstos se volverían vulnerables a toda clase de denuncias derivadas de las investigaciones que realizan los órganos de control y en las que desafortunadamente se involucra a muchas personas, mayormente inocentes, que tienen que efectuar descargos y desarrollar defensas que con frecuencia demandan varios años. Naturalmente ningún profesional serio desearía encontrarse envuelto en estos líos e inconvenientes, por completo ajenos a la práctica privada, razón por la que muy probablemente se abstendrían de arbitrar en procesos en los que exista ese riesgo con lo que se terminaría ahuyentando de la administración de justicia a los árbitros más capaces y competentes, dejando que ese espacio sea ocupado precisamente por aquellos que no merecen llamarse árbitros y que están acostumbrados a las malas prácticas, a los arreglos y acuerdos ilícitos por debajo de la mesa con los que de seguro se librarían de la acción de la justicia.
La segunda medida es todavía más grave porque pretende impedir que los centros de arbitraje puedan examinar los antecedentes y la experiencia de quien es propuesto para arbitrar en sus sedes, con su administración y con sus normas. Las instituciones tienen de ordinario unos registros de árbitros que actualizan periódicamente. Quienes están inscritos en ellos pueden arbitrar en esos centros sin ningún problema. Quienes no están inscritos tienen que ser confirmados por las cortes o consejos de esos mismos centros. Es una práctica universal cuyo propósito es bloquear justamente el acceso a un centro, entre otros, de profesionales de dudosa trayectoria que eventualmente pueden dañar el prestigio de la institución que los acoge.
Obviamente están en contra de la confirmación de los árbitros aquellos profesionales que de ninguna manera pueden lograrla y que, menos aún, pueden lograr su propia inscripción en esos registros, no porque sean una cofradía, como alguna vez quisieron hacer creer, sino porque no tienen aún la experiencia para acceder o porque la que tienen lamentablemente los condena. No sería, por lo demás, una cofradía, sino serían varias cofradías porque son varios los centros que han optado por la confirmación de árbitros no registrados como requisito para que puedan ejercer sus funciones en sus instalaciones y de acuerdo a sus reglamentos.
Los árbitros honestos que todavía no están inscritos en los registros de los más importantes centros de arbitraje recopilan sus experiencias y organizan sus expedientes para solicitar su incorporación. En tanto la consiguen, se afilian a otras instituciones y ejercen en distintos foros, sin petardear ni querer traerse abajo un procedimiento extendido por todo el mundo que respeta la libertad de cada centro por arbitrar con quien mejor les parezca. Por último, se agrupan y conforman nuevos centros a los que deberían dotarles en sana y legítima competencia de esa eficiencia y celeridad que les reclaman a los otros.
El Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado, por ejemplo, administra un registro de árbitros muy reconocido al que recurre cuando debe hacer designaciones residuales por defecto de las partes o por que los árbitros que ellas han seleccionado no han podido coincidir en la elección de un tercero para que presida el tribunal que deben conformar. Esta nómina es pública y en ella pueden inscribirse todos los profesionales que reúnan los requisitos que la norma estipula. Es además una vitrina de consulta obligatoria para verificar las especialidades de los árbitros y para que las partes puedan indagar sobre las experiencias de aquellos a los que tienen pensado designar.
El Decreto de Urgencia, en otro frente, aspira a regular las labores de los supervisores, haciéndolos solidariamente responsables por los incumplimientos en los que incurre el contratista ejecutor de la obra –al que supervisan– y obligándolos a remitir una copia de todos sus informes a la Contraloría. Estas dos medidas también son desacertadas e intervencionistas. No es posible culpar a un profesional por las deficiencias de otro que está por completo fuera de su control. El supervisor puede observar las inconductas del contratista ejecutor de la obra e incluso ordenar el cambio de determinado personal, materiales o equipos. Si no le hace caso, no puede colocarle un arma en la nuca y conminarlo a actuar en el sentido que estima conveniente. Lo más que puede hacer es dejar constancia del incumplimiento. Pero no puede hacérsele solidariamente responsable de ello. Es como pretender hacer responsable a los órganos de control por las disposiciones que no son atendidas por los funcionarios que las reciben.
Recuerdo que no hace mucho se quería crear un registro de supervisores administrado por la Contraloría y que sea esta entidad sea la que los designe, olvidando el principio universal de que este profesional es el representante de cada entidad en la obra, contratado por ella para que cautele sus intereses. Por eso repetimos siempre que el supervisor no es ningún juez en la obra, es el representante de la entidad que lo ha convocado para esa tarea. En el ejercicio de su función como experto en la materia de que se trate formula recomendaciones sustentadas en su propia trayectoria que su cliente no está en la obligación de aceptar pero sí de examinar y evaluar, habida cuenta de que es un especialista en la obra que supervisa.
Materialmente es imposible, por último, que se remita copia de todos los informes del supervisor a la Contraloría habida cuenta de que existen miles de obras que son supervisadas a lo largo y ancho del territorio nacional y en cuyo desarrollo se emiten informes que tienen miles y miles de páginas, planos y otros anexos. La Contraloría tendría que habilitar decenas de inmensos locales para recibir esta información que sería igualmente imposible de procesar. Los supervisores existen precisamente para descentralizar las tareas de control de la ejecución de las obras desde el sector privado. Puede solicitarle copia de algunos informes que a juicio del órgano de control sean indispensables para el ejercicio de sus labores. Nada más.
En toda construcción existe un cuaderno de obra al que tienen acceso el contratista, el supervisor y la entidad que la ha contratado. Ese cuaderno puede ser revisado por los órganos de control cuando lo crean necesario y pueden extraer de allí todas las copias que quieran. El control concurrente que se propone debe reforzar esta prerrogativa pero no añadirle obligaciones a las partes que finalmente encarecen los contratos y dilatan su ejecución con labores administrativas que duplican tareas y tornan ineficiente su desarrollo.
Está muy bien que se fortalezca a la Contraloría para alcanzar un sistema moderno y eficiente que sea capaz de prevenir, detectar, investigar y sancionar la inconducta funcional y los delitos de corrupción en beneficio de todos los peruanos. Está muy bien que se quieran reactivar los proyectos paralizados en sectores claves como son los de salud, saneamiento, riego, agricultura, educación, transportes y prevención de desastres. Lo que está mal es el afán de controlarlo todo y hacerlo a costa de debilitar instituciones fundamentales como el arbitraje y la supervisión de obras que deben mantenerse a cargo de particulares porque lo contrario desnaturalizaría sus esencias y agravaría los problemas que se quieren solucionar. Está mal pretender dominarlas desde el sector público desconociendo que constituyen aliados naturales del Estado que no deben perderse en esa gran lucha.
EL EDITOR

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