A propósito del nuevo proyecto
de
Decreto de Urgencia para reactivar proyectos
DE LUNES A LUNES
La semana pasada se
anunció que la Contraloría General de la República había remitido al Poder
Ejecutivo, para su revisión y aprobación, un proyecto de Decreto de Urgencia con
un conjunto de planteamientos que en su momento incorporó en algunas
iniciativas legislativas enviadas al Congreso con el objeto de resolver los
contratos de las obras públicas que se encuentren paralizadas por diversos
incumplimientos, por deficiencias técnicas y por tener controversias en curso.
Los contratos que podrían resolverse serían aquellos cuyo avance físico se
encuentre por encima del sesenta por ciento de la ejecución programada. Podría
no llegarse a ese extremo, según lo que ha trascendido, si es que se reinician
los trabajos aun cuando existiese en trámite alguna reclamación.
La iniciativa
incluye la expansión del modelo de control concurrente sobre toda clase de
contratos que se celebren a nivel nacional para asegurar que los recursos
públicos sean invertidos en estricto cumplimiento de las normas previstas para
el efecto. Esta es una medida acertada siempre que comprometa a la Contraloría
no sólo a acompañar la ejecución de toda la prestación sino a asegurar que las
acciones que se adopten entre las partes, sin que ella las objete, no serán
posteriormente motivo para iniciar otros procedimientos destinados a determinar
responsabilidades contra los funcionarios públicos o procesos de otra índole
contra los propios contratistas y proveedores. Que su presencia sea útil para
evitar y prevenir la comisión de toda clase de delitos y para agilizar la
correcta ejecución de los fondos del tesoro.
Desde luego, la
Contraloría no podrá estar físicamente en absolutamente todas las obras en todo
el territorio nacional pero probablemente a través de los órganos que de ella
dependen podría tener una presencia suficiente como para cumplir con el
propósito de la norma. En el caso de las obras públicas de gran envergadura se
entiende que estaría aún más comprometida con profesionales más capacitados
para cautelar la inversión pública y agilizar la aprobación de las resoluciones
que por expreso mandato de la ley le corresponde emitir.
De otro lado el
documento considera, de acuerdo a las informaciones que se han difundido, la
obligación de que los árbitros que administran justicia en materia de
contratación pública le presenten a la Contraloría una declaración jurada sobre
conflictos de intereses así como la prohibición de que las instituciones
arbitrales ratifiquen a los árbitros que no pertenecen a sus registros como
requisito para que puedan actuar bajo el imperio de sus regulaciones. Estas son
dos medidas desacertadas e intervencionistas.
La primera puede ser
la punta de lanza de una campaña destinada a estatizar el arbitraje y convertir
a los árbitros en funcionarios públicos, antigua pretensión de quienes
desconocen la esencia de esta institución, que es la administración de justicia
privada por oposición a la administración de justicia pública que se ejerce a
través del Poder Judicial, y que podría debilitarla o incluso condenarla a su
desaparición en perjuicio de todos los tratados de libre comercio que el Perú
tiene suscritos en los que invariablemente se consigna este medio de solución
de disputas como única alternativa para atender las reclamaciones que se
susciten en la ejecución de los contratos comprendidos en ellos.
Pero no sólo eso.
Al convertir a los árbitros en funcionarios públicos éstos se volverían
vulnerables a toda clase de denuncias derivadas de las investigaciones que
realizan los órganos de control y en las que desafortunadamente se involucra a
muchas personas, mayormente inocentes, que tienen que efectuar descargos y
desarrollar defensas que con frecuencia demandan varios años. Naturalmente
ningún profesional serio desearía encontrarse envuelto en estos líos e inconvenientes,
por completo ajenos a la práctica privada, razón por la que muy probablemente
se abstendrían de arbitrar en procesos en los que exista ese riesgo con lo que
se terminaría ahuyentando de la administración de justicia a los árbitros más
capaces y competentes, dejando que ese espacio sea ocupado precisamente por
aquellos que no merecen llamarse árbitros y que están acostumbrados a las malas
prácticas, a los arreglos y acuerdos ilícitos por debajo de la mesa con los que
de seguro se librarían de la acción de la justicia.
La segunda medida
es todavía más grave porque pretende impedir que los centros de arbitraje
puedan examinar los antecedentes y la experiencia de quien es propuesto para
arbitrar en sus sedes, con su administración y con sus normas. Las
instituciones tienen de ordinario unos registros de árbitros que actualizan
periódicamente. Quienes están inscritos en ellos pueden arbitrar en esos
centros sin ningún problema. Quienes no están inscritos tienen que ser
confirmados por las cortes o consejos de esos mismos centros. Es una práctica
universal cuyo propósito es bloquear justamente el acceso a un centro, entre
otros, de profesionales de dudosa trayectoria que eventualmente pueden dañar el
prestigio de la institución que los acoge.
Obviamente están
en contra de la confirmación de los árbitros aquellos profesionales que de
ninguna manera pueden lograrla y que, menos aún, pueden lograr su propia
inscripción en esos registros, no porque sean una cofradía, como alguna vez
quisieron hacer creer, sino porque no tienen aún la experiencia para acceder o
porque la que tienen lamentablemente los condena. No sería, por lo demás, una
cofradía, sino serían varias cofradías porque son varios los centros que han
optado por la confirmación de árbitros no registrados como requisito para que
puedan ejercer sus funciones en sus instalaciones y de acuerdo a sus
reglamentos.
Los árbitros
honestos que todavía no están inscritos en los registros de los más importantes
centros de arbitraje recopilan sus experiencias y organizan sus expedientes
para solicitar su incorporación. En tanto la consiguen, se afilian a otras
instituciones y ejercen en distintos foros, sin petardear ni querer traerse
abajo un procedimiento extendido por todo el mundo que respeta la libertad de
cada centro por arbitrar con quien mejor les parezca. Por último, se agrupan y
conforman nuevos centros a los que deberían dotarles en sana y legítima
competencia de esa eficiencia y celeridad que les reclaman a los otros.
El Organismo
Supervisor de las Contrataciones del Estado, por ejemplo, administra un
registro de árbitros muy reconocido al que recurre cuando debe hacer
designaciones residuales por defecto de las partes o por que los árbitros que
ellas han seleccionado no han podido coincidir en la elección de un tercero
para que presida el tribunal que deben conformar. Esta nómina es pública y en
ella pueden inscribirse todos los profesionales que reúnan los requisitos que
la norma estipula. Es además una vitrina de consulta obligatoria para verificar
las especialidades de los árbitros y para que las partes puedan indagar sobre
las experiencias de aquellos a los que tienen pensado designar.
El Decreto de
Urgencia, en otro frente, aspira a regular las labores de los supervisores,
haciéndolos solidariamente responsables por los incumplimientos en los que
incurre el contratista ejecutor de la obra –al que supervisan– y obligándolos a
remitir una copia de todos sus informes a la Contraloría. Estas dos medidas
también son desacertadas e intervencionistas. No es posible culpar a un
profesional por las deficiencias de otro que está por completo fuera de su
control. El supervisor puede observar las inconductas del contratista ejecutor
de la obra e incluso ordenar el cambio de determinado personal, materiales o
equipos. Si no le hace caso, no puede colocarle un arma en la nuca y conminarlo
a actuar en el sentido que estima conveniente. Lo más que puede hacer es dejar
constancia del incumplimiento. Pero no puede hacérsele solidariamente
responsable de ello. Es como pretender hacer responsable a los órganos de
control por las disposiciones que no son atendidas por los funcionarios que las
reciben.
Recuerdo que no
hace mucho se quería crear un registro de supervisores administrado por la
Contraloría y que sea esta entidad sea la que los designe, olvidando el
principio universal de que este profesional es el representante de cada entidad
en la obra, contratado por ella para que cautele sus intereses. Por eso
repetimos siempre que el supervisor no es ningún juez en la obra, es el representante
de la entidad que lo ha convocado para esa tarea. En el ejercicio de su función
como experto en la materia de que se trate formula recomendaciones sustentadas
en su propia trayectoria que su cliente no está en la obligación de aceptar
pero sí de examinar y evaluar, habida cuenta de que es un especialista en la
obra que supervisa.
Materialmente es
imposible, por último, que se remita copia de todos los informes del supervisor
a la Contraloría habida cuenta de que existen miles de obras que son supervisadas
a lo largo y ancho del territorio nacional y en cuyo desarrollo se emiten
informes que tienen miles y miles de páginas, planos y otros anexos. La
Contraloría tendría que habilitar decenas de inmensos locales para recibir esta
información que sería igualmente imposible de procesar. Los supervisores
existen precisamente para descentralizar las tareas de control de la ejecución
de las obras desde el sector privado. Puede solicitarle copia de algunos
informes que a juicio del órgano de control sean indispensables para el
ejercicio de sus labores. Nada más.
En toda
construcción existe un cuaderno de obra al que tienen acceso el contratista, el
supervisor y la entidad que la ha contratado. Ese cuaderno puede ser revisado
por los órganos de control cuando lo crean necesario y pueden extraer de allí
todas las copias que quieran. El control concurrente que se propone debe
reforzar esta prerrogativa pero no añadirle obligaciones a las partes que
finalmente encarecen los contratos y dilatan su ejecución con labores administrativas
que duplican tareas y tornan ineficiente su desarrollo.
Está muy bien que
se fortalezca a la Contraloría para alcanzar un sistema moderno y eficiente que
sea capaz de prevenir, detectar, investigar y sancionar la inconducta funcional
y los delitos de corrupción en beneficio de todos los peruanos. Está muy bien
que se quieran reactivar los proyectos paralizados en sectores claves como son
los de salud, saneamiento, riego, agricultura, educación, transportes y
prevención de desastres. Lo que está mal es el afán de controlarlo todo y hacerlo
a costa de debilitar instituciones fundamentales como el arbitraje y la
supervisión de obras que deben mantenerse a cargo de particulares porque lo
contrario desnaturalizaría sus esencias y agravaría los problemas que se
quieren solucionar. Está mal pretender dominarlas desde el sector público desconociendo
que constituyen aliados naturales del Estado que no deben perderse en esa gran
lucha.
EL EDITOR
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