domingo, 21 de enero de 2018

En defensa del principio de presunción de veracidad

DE LUNES A LUNES

El doctor Carlos Ireijo Mitsuta, experto en contratación pública, ha sostenido, a propósito de lo que denomina el uso indiscriminado del principio de presunción de veracidad que “en nuestro país –lamentablemente– no estamos preparados para presumir que las personas están diciendo la verdad.” Sustenta esa aseveración, entre otros argumentos, en las estadísticas del Tribunal de Contrataciones del Estado, que revelan que una sola causal para sancionar administrativamente a los proveedores domina ampliamente respecto de todas las demás. Esa es la que se configura con la presentación de documentación falsa, inexacta o adulterada, como se dice ahora. Para el especialista, la Ley obliga a las entidades a creer en la verdad de la información que el administrado les presenta, presunción que sólo puede romperse “cuando exista un quiebre real y efectivo de la veracidad.” Cita al doctor Juan Carlos Morón Urbina para quien, acertadamente, la exigencia de creer al administrado está dirigida a superar el hecho de tener que probar documentalmente todos los hechos relevantes y evitar que se dilaten las conclusiones.
Las cifras que arrojan los estudios deberían reducirse habida cuenta que desde que entró en vigencia la Ley 30225, a nuestra iniciativa, se condicionó que la información inexacta que un postor incluye en su propuesta le sirva para cumplir un requisito o le acarree una ventaja o beneficio en el procedimiento de selección en el que interviene para que sea considerada como infracción. Ciertamente, se había considerado que esa ventaja sea “para sí o para terceros”, añadido este último que le restaba eficacia a la norma, que pretendía ser restrictiva y que pretendía liberar de responsabilidad a aquellos proveedores que presentaban documentación inexacta, sin saber que lo era y que no les favorecía en nada. La distorsión por fortuna fue subsanada con el Decreto Legislativo 1341 que excluye a los terceros, extensión que se prestaba a toda clase de interpretaciones y que, como queda dicho, anulaba el propósito del dispositivo, en el entendido de que toda aseveración puede terminar beneficiando a alguien.
Ello, no obstante, querer revertir una decisión adoptada, en base a la demostración de que no se ha dicho la verdad, en el marco de procedimientos en los que se compite por un derecho y en el que “cuando uno gana el otro pierde”, puede llegar a ser excesivamente oneroso y extremadamente lento, a nivel administrativo y a nivel judicial. La solución no está en eliminar la presunción de veracidad del universo de la contratación pública sino en regularla cabalmente. No es posible, como anota Ireijo, que se redacten contratos y se emitan comprobantes de pago que luego se dejan sin efecto y que sólo se emplean para inventar experiencias inexistentes y cancelaciones que nunca se realizaron. Quienes incurran en estos ilícitos deben ser sancionados ejemplarmente. Pero no a costa de sacrificar el principio que representa el triunfo del bien sobre el mal.
La Ley del Procedimiento Administrativo General, en ese contexto, se sustenta en este principio de presunción de veracidad en cuya virtud, según el artículo IV de su Título Preliminar, “se presume que los documentos y declaraciones formulados por los administrados en la forma prescrita por esta Ley, responden a la verdad de los hechos que ellos afirman” para luego añadir que “esta presunción admite prueba en contrario.” En esa línea, el mismo artículo consagra el privilegio del control posterior que se concentra en la fiscalización de la autoridad administrativa en base a la comprobación de la veracidad de la información presentada, al cumplimiento de la normatividad sustantiva y a la aplicación de las sanciones a que haya lugar. Eso puede ser correcto siempre que no vulnere el propio principio de la presunción de veracidad que es lo que ocurre cuando una entidad, en el marco de un procedimiento de selección o del trámite de inscripción en un registro, no solo solicita a un tercero que reconozca en su firma y contenido un certificado expedido por él mismo, sino que le exige –en algunos casos hasta bajo amenaza de denunciarlo penalmente– que acredite documentalmente lo expuesto, con lo que la expedición de una constancia se convierte en un ejercicio administrativo sin mayor relevancia que no sirve absolutamente para nada.
El mismo reconocimiento en su firma y contenido en ocasiones puede resultar oneroso y hasta complicado cuando se trata, por ejemplo, de certificaciones extendidas con varios años de antigüedad y que corresponden a épocas pretéritas en las que no había forma fidedigna de conservar información de esta naturaleza que sobreviva al paso de los años. O, peor aún, constancias suscritas por personal que ya no presta servicios al proveedor que es víctima de la requisitoria, que ha migrado al extranjero o que ha fallecido. En tales hipótesis no hay forma ni siquiera de poder autenticar la validez de lo que expresan esos documentos. Esa evidencia, empero, no es causal para desdeñarlos. Todo lo contrario, quien niegue su valor debería probarlo. Mientras no se compruebe su falsedad, deberían conservar su vigencia. Esa es la manera correcta de interpretar la presunción de veracidad. Pretender someter y subordinar este principio a la fiscalización posterior, con cargo a que si esta no se puede llevar a cabo, el documento pierde valor, es un contrasentido, un acto arbitrario y a todas luces ilegal.
Son procedimientos de aprobación automática, sujetos a la presunción de veracidad, según el artículo 31.4 de la LPAG, aquellos que habiliten derechos preexistentes del administrado, la inscripción en registros administrativos, la obtención de licencias, autorizaciones, constancias y copias certificadas o similares que habiliten el ejercicio continuado de actividades profesionales, sociales, económicas o laborales en el ámbito privado, siempre que no afecten derechos de terceros y sin perjuicio de la fiscalización posterior que realice la administración. Así como es imposible imaginar a una autoridad exigiéndole a un administrado que pruebe la autenticidad de la licencia que exhibe, así también debería ser imposible que una entidad condicione la procedencia de una evaluación a la verificación de la documentación presentada en el marco de un procedimiento de selección. Es como sostener que no basta con exhibir un título profesional sino que hay que acompañar los resultados de los grados obtenidos, los cursos seguidos, los créditos aprobados, las notas y hasta el rol de asistencia a clases.
Las entidades, por lo demás, están obligadas, a juzgar por lo dispuesto en el artículo 41.1.3, a recibir en sustitución de la documentación oficial, las expresiones escritas que el administrado emite con carácter de declaración jurada, lo que no enerva la realización de acciones de fiscalización posterior y la aplicación consecuente de las sanciones que correspondan en el caso de comprobarse fraude o falsedad, como lo confirma el artículo 41.2 al señalar que la presentación y admisión de tales documentos se hace al amparo del principio de presunción de veracidad.
El artículo 42.1 acota que todas las declaraciones juradas, los documentos sucedáneos presentados y la información incluida en los escritos y formularios para la realización de procedimientos administrativos se presumen verificados por quien hace uso de ellos, respecto a su propia situación, así como de contenido veraz, salvo prueba en contrario. Esta excepción es muy importante porque pone a buen recaudo a quien actúa de buena fe. Desafortunadamente, no se extiende a las licitaciones y concursos que se convocan bajo el imperio de la Ley de Contrataciones del Estado en los que quien presenta la información es responsable de ella hasta las últimas consecuencias. En el caso de documentos emitidos por autoridades gubernamentales o por terceros, el administrado puede acreditar su debida diligencia en realizar previamente las verificaciones correspondientes y razonables. En materia de traducciones, informes o constancias profesionales o técnicas, dicha responsabilidad alcanza solidariamente a quien los presenta y a los que lo hayan expedido, agrega el artículo 42.2 de la Ley 27444.
Esa solidaridad termina siendo injusta. Es frecuente que en los procedimientos de selección un proveedor incluya en su oferta certificados expedidos por terceros que acreditan la experiencia del personal profesional propuesto. Los miembros de este equipo, convocados por el postor, entregan copia de esas constancias para que sean presentadas por el proveedor como parte de su propuesta. Cuando otro proveedor impugna y se demuestra que se trata de un documento falso se sanciona al postor y no al profesional portador del certificado y presumiblemente autor del delito que continúa perpetrándolo con otros proveedores incautos. Se supone, como queda dicho, que éstos han verificado al hacer uso de él, tanto su firma como su contenido, salvo prueba en contrario. Esa posibilidad de acreditar la debida diligencia en realizar las comprobaciones correspondientes y razonables debería abrir la puerta para que no se sancione a quien eventualmente podría ser la víctima de un competidor malicioso que deliberadamente le infiltra un topo destinado a sembrarle un documento que finalmente lo elimine del procedimiento y, encima, lo condene a una inhabilitación inmerecida.
En esa línea, el artículo 56 de la misma LGPA reconoce como deber del administrado comprobar antes de la presentación a la entidad, “la autenticidad de la documentación sucedánea y de cualquier otra información que se ampare en la presunción de veracidad”, en tanto que el artículo 44 de la Ley de Contrataciones del Estado faculta a las entidades a declarar la nulidad de cualquier contrato cuando se verifique la transgresión del principio de presunción de veracidad, durante el procedimiento de selección o en la etapa en la que se perfecciona, previo descargo. El artículo 31 del Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 350-2015-EF, a su turno, obliga al postor a suscribir una declaración jurada haciéndose responsable de la veracidad de los documentos que presenta, incluidos, según el artículo 38, la información que acompaña a las solicitudes de precalificación, las expresiones de interés, las ofertas y cotizaciones que se presentan en castellano o con su respectiva traducción, salvo el caso de las publicaciones técnicas complementarias contenidas en folletos, instructivos, catálogos o similares que puede ser entregada en su idioma original.
La presunción de veracidad es una garantía de la simplificación administrativa que debe conservarse de la mano del principio de integridad que la LCE consagra, sin perjuicio de otros principios generales del derecho público que resulten aplicables. La conducta de quienes participan en los distintos procesos debe guiarse por la honestidad y veracidad, evitando cualquier práctica indebida, la misma que, en caso de detectarse –como desgraciadamente ha ocurrido en más de una ocasión–, debe ser comunicada a las autoridades competentes de manera directa y oportuna, como lo exige el inciso j) del artículo 2, para penalizarla con todo el peso de la ley de forma tal de que nadie se atreva en el futuro a incurrir en el mismo ilícito de traicionar la fe pública.
EL EDITOR

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