DE LUNES A LUNES
El doctor Carlos Ireijo Mitsuta, experto en
contratación pública, ha sostenido, a propósito de lo que denomina el uso
indiscriminado del principio de presunción de veracidad que “en nuestro país
–lamentablemente– no estamos preparados para presumir que las personas están
diciendo la verdad.” Sustenta esa aseveración, entre otros argumentos, en las
estadísticas del Tribunal de Contrataciones del Estado, que revelan que una
sola causal para sancionar administrativamente a los proveedores domina
ampliamente respecto de todas las demás. Esa es la que se configura con la
presentación de documentación falsa, inexacta o adulterada, como se dice ahora.
Para el especialista, la Ley obliga a las entidades a creer en la verdad de la
información que el administrado les presenta, presunción que sólo puede
romperse “cuando exista un quiebre real y efectivo de la veracidad.” Cita al
doctor Juan Carlos Morón Urbina para quien, acertadamente, la exigencia de
creer al administrado está dirigida a superar el hecho de tener que probar
documentalmente todos los hechos relevantes y evitar que se dilaten las
conclusiones.
Las cifras que arrojan los estudios deberían
reducirse habida cuenta que desde que entró en vigencia la Ley 30225, a nuestra
iniciativa, se condicionó que la información inexacta que un postor incluye en
su propuesta le sirva para cumplir un requisito o le acarree una ventaja o
beneficio en el procedimiento de selección en el que interviene para que sea
considerada como infracción. Ciertamente, se había considerado que esa ventaja
sea “para sí o para terceros”, añadido este último que le restaba eficacia a la
norma, que pretendía ser restrictiva y que pretendía liberar de responsabilidad
a aquellos proveedores que presentaban documentación inexacta, sin saber que lo
era y que no les favorecía en nada. La distorsión por fortuna fue subsanada con
el Decreto Legislativo 1341 que excluye a los terceros, extensión que se
prestaba a toda clase de interpretaciones y que, como queda dicho, anulaba el
propósito del dispositivo, en el entendido de que toda aseveración puede
terminar beneficiando a alguien.
Ello, no obstante, querer revertir una decisión
adoptada, en base a la demostración de que no se ha dicho la verdad, en el
marco de procedimientos en los que se compite por un derecho y en el que
“cuando uno gana el otro pierde”, puede llegar a ser excesivamente oneroso y
extremadamente lento, a nivel administrativo y a nivel judicial. La solución no
está en eliminar la presunción de veracidad del universo de la contratación
pública sino en regularla cabalmente. No es posible, como anota Ireijo, que se
redacten contratos y se emitan comprobantes de pago que luego se dejan sin
efecto y que sólo se emplean para inventar experiencias inexistentes y cancelaciones
que nunca se realizaron. Quienes incurran en estos ilícitos deben ser sancionados
ejemplarmente. Pero no a costa de sacrificar el principio que representa el
triunfo del bien sobre el mal.
La Ley del Procedimiento Administrativo General,
en ese contexto, se sustenta en este principio de presunción de veracidad en
cuya virtud, según el artículo IV de su Título Preliminar, “se presume que los
documentos y declaraciones formulados por los administrados en la forma
prescrita por esta Ley, responden a la verdad de los hechos que ellos afirman”
para luego añadir que “esta presunción admite prueba en contrario.” En esa
línea, el mismo artículo consagra el privilegio del control posterior que se
concentra en la fiscalización de la autoridad administrativa en base a la
comprobación de la veracidad de la información presentada, al cumplimiento de
la normatividad sustantiva y a la aplicación de las sanciones a que haya lugar.
Eso puede ser correcto siempre que no vulnere el propio principio de la
presunción de veracidad que es lo que ocurre cuando una entidad, en el marco de
un procedimiento de selección o del trámite de inscripción en un registro, no
solo solicita a un tercero que reconozca en su firma y contenido un certificado
expedido por él mismo, sino que le exige –en algunos casos hasta bajo amenaza
de denunciarlo penalmente– que acredite documentalmente lo expuesto, con lo que
la expedición de una constancia se convierte en un ejercicio administrativo sin
mayor relevancia que no sirve absolutamente para nada.
El mismo reconocimiento en su firma y contenido
en ocasiones puede resultar oneroso y hasta complicado cuando se trata, por
ejemplo, de certificaciones extendidas con varios años de antigüedad y que corresponden
a épocas pretéritas en las que no había forma fidedigna de conservar
información de esta naturaleza que sobreviva al paso de los años. O, peor aún,
constancias suscritas por personal que ya no presta servicios al proveedor que
es víctima de la requisitoria, que ha migrado al extranjero o que ha fallecido.
En tales hipótesis no hay forma ni siquiera de poder autenticar la validez de
lo que expresan esos documentos. Esa evidencia, empero, no es causal para
desdeñarlos. Todo lo contrario, quien niegue su valor debería probarlo.
Mientras no se compruebe su falsedad, deberían conservar su vigencia. Esa es la
manera correcta de interpretar la presunción de veracidad. Pretender someter y
subordinar este principio a la fiscalización posterior, con cargo a que si esta
no se puede llevar a cabo, el documento pierde valor, es un contrasentido, un
acto arbitrario y a todas luces ilegal.
Son procedimientos de aprobación automática,
sujetos a la presunción de veracidad, según el artículo 31.4 de la LPAG, aquellos
que habiliten derechos preexistentes del administrado, la inscripción en
registros administrativos, la obtención de licencias, autorizaciones,
constancias y copias certificadas o similares que habiliten el ejercicio
continuado de actividades profesionales, sociales, económicas o laborales en el
ámbito privado, siempre que no afecten derechos de terceros y sin perjuicio de
la fiscalización posterior que realice la administración. Así como es imposible
imaginar a una autoridad exigiéndole a un administrado que pruebe la
autenticidad de la licencia que exhibe, así también debería ser imposible que
una entidad condicione la procedencia de una evaluación a la verificación de la
documentación presentada en el marco de un procedimiento de selección. Es como
sostener que no basta con exhibir un título profesional sino que hay que
acompañar los resultados de los grados obtenidos, los cursos seguidos, los
créditos aprobados, las notas y hasta el rol de asistencia a clases.
Las entidades, por lo demás, están obligadas, a
juzgar por lo dispuesto en el artículo 41.1.3, a recibir en sustitución de la
documentación oficial, las expresiones escritas que el administrado emite con
carácter de declaración jurada, lo que no enerva la realización de acciones de
fiscalización posterior y la aplicación consecuente de las sanciones que correspondan
en el caso de comprobarse fraude o falsedad, como lo confirma el artículo 41.2
al señalar que la presentación y admisión de tales documentos se hace al amparo
del principio de presunción de veracidad.
El artículo 42.1 acota que todas las
declaraciones juradas, los documentos sucedáneos presentados y la información
incluida en los escritos y formularios para la realización de procedimientos
administrativos se presumen verificados por quien hace uso de ellos, respecto a
su propia situación, así como de contenido veraz, salvo prueba en contrario.
Esta excepción es muy importante porque pone a buen recaudo a quien actúa de
buena fe. Desafortunadamente, no se extiende a las licitaciones y concursos que
se convocan bajo el imperio de la Ley de Contrataciones del Estado en los que
quien presenta la información es responsable de ella hasta las últimas
consecuencias. En el caso de documentos emitidos por autoridades
gubernamentales o por terceros, el administrado puede acreditar su debida
diligencia en realizar previamente las verificaciones correspondientes y
razonables. En materia de traducciones, informes o constancias profesionales o
técnicas, dicha responsabilidad alcanza solidariamente a quien los presenta y a
los que lo hayan expedido, agrega el artículo 42.2 de la Ley 27444.
Esa solidaridad termina siendo injusta. Es
frecuente que en los procedimientos de selección un proveedor incluya en su
oferta certificados expedidos por terceros que acreditan la experiencia del
personal profesional propuesto. Los miembros de este equipo, convocados por el
postor, entregan copia de esas constancias para que sean presentadas por el
proveedor como parte de su propuesta. Cuando otro proveedor impugna y se demuestra
que se trata de un documento falso se sanciona al postor y no al profesional
portador del certificado y presumiblemente autor del delito que continúa perpetrándolo
con otros proveedores incautos. Se supone, como queda dicho, que éstos han
verificado al hacer uso de él, tanto su firma como su contenido, salvo prueba
en contrario. Esa posibilidad de acreditar la debida diligencia en realizar las
comprobaciones correspondientes y razonables debería abrir la puerta para que
no se sancione a quien eventualmente podría ser la víctima de un competidor
malicioso que deliberadamente le infiltra un topo destinado a sembrarle un
documento que finalmente lo elimine del procedimiento y, encima, lo condene a
una inhabilitación inmerecida.
En
esa línea, el artículo 56 de la misma LGPA reconoce como deber del administrado
comprobar antes de la presentación a la entidad, “la autenticidad de la
documentación sucedánea y de cualquier otra información que se ampare en la presunción
de veracidad”, en tanto que el artículo 44 de la Ley de Contrataciones del
Estado faculta a las entidades a declarar la nulidad de cualquier contrato
cuando se verifique la transgresión del principio de presunción de veracidad,
durante el procedimiento de selección o en la etapa en la que se perfecciona,
previo descargo. El artículo 31 del Reglamento, aprobado mediante Decreto
Supremo 350-2015-EF, a su turno, obliga al postor a suscribir una declaración
jurada haciéndose responsable de la veracidad de los documentos que presenta,
incluidos, según el artículo 38, la información que acompaña a las solicitudes
de precalificación, las expresiones de interés, las ofertas y cotizaciones que
se presentan en castellano o con su respectiva traducción, salvo el caso de las
publicaciones técnicas complementarias contenidas en folletos, instructivos,
catálogos o similares que puede ser entregada en su idioma original.
La
presunción de veracidad es una garantía de la simplificación administrativa que
debe conservarse de la mano del principio de integridad que la LCE consagra,
sin perjuicio de otros principios generales del derecho público que resulten
aplicables. La conducta de quienes participan en los distintos procesos debe
guiarse por la honestidad y veracidad, evitando cualquier práctica indebida, la
misma que, en caso de detectarse –como desgraciadamente ha ocurrido en más de
una ocasión–, debe ser comunicada a las autoridades competentes de manera
directa y oportuna, como lo exige el inciso j) del artículo 2, para penalizarla
con todo el peso de la ley de forma tal de que nadie se atreva en el futuro a incurrir
en el mismo ilícito de traicionar la fe pública.
EL EDITOR
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