domingo, 18 de septiembre de 2016

Las deudas viejas no se pagan y las nuevas se dejan envejecer

DE LUNES A LUNES

Según el artículo 67 de la Ley de Arbitraje, promulgada mediante el Decreto Legislativo 1071, a solicitud de alguna de las partes, el tribunal está facultado para ejecutar sus laudos y decisiones, siempre que haya algún acuerdo sobre el particular o que esa posibilidad se encuentre prevista en el reglamento arbitral al que se hubiese sometido la controversia. La misma disposición exceptúa de esta prerrogativa al colegiado que, a su sola discreción, estime necesario o conveniente solicitar la asistencia de la fuerza pública, en cuyo caso cesará en sus funciones sin incurrir en responsabilidad y entregará a la parte interesada, a costo de ésta, copia de los actuados para que acuda a la autoridad judicial competente a pedir allí la ejecución.
El artículo 83 de la Ley General de Arbitraje 26572, que antecedió a la actualmente vigente, preceptuaba que si lo ordenado en el laudo no se cumplía, el interesado podía solicitar su ejecución forzosa ante el Juez Especializado en lo Civil, “cuando no hubiera podido ser ejecutado por los propios árbitros o por la institución organizadora en rebeldía del obligado, con las facultades que a aquéllos o a ésta se les hubiesen otorgado en el convenio.” De manera que –palabras más, palabras menos– se establecía lo mismo que se establece ahora.
Las reglas del proceso en los arbitrajes ad hoc no suelen incluir ninguna regulación especial respecto a la ejecución del laudo a diferencia de la mayoría de reglamentos de las instituciones arbitrajes que sí hacen uso de esta prerrogativa y autorizan a sus tribunales a proceder en esta materia. Que así lo hayan previsto es una señal inequívoca de que se trata de una opción que se puede elegir perfectamente y que no está condicionada a la buena voluntad de las partes. Si se someten a un centro, se someten a sus regulaciones. Y si éstas contemplan esta alternativa pues hay que usarla, más aún cuando eso puede evitar la judicialización del reclamo que no por nada se ha extraído del ámbito del Poder Judicial, cuya intervención tiende a disminuir –para que el proceso en su conjunto no se encarezca ni se dilate– como lo evidencia, por ejemplo, la reforma que confió en las Cámaras del Comercio la elección del árbitro que una parte no designa o el nombramiento del presidente cuando los otros miembros del tribunal no arriban a ningún acuerdo. Esa elección, como se recordará, en la legislación anterior era atribución del juez.
En el ejercicio del derecho de exigir la ejecución, el tribunal arbitral debe requerir el cumplimiento del laudo dentro de un plazo variable que la mayoría de reglamentos fijan entre diez a quince días hábiles. La parte ejecutada sólo puede oponerse a ese mandato, en el mismo plazo, si acredita con documentos que ha cumplido con su obligación o que ha interpuesto un recurso de anulación. El colegiado corre traslado a la otra parte y luego resuelve la oposición. Si la declara fundada, sólo cabe interponer recurso de reconsideración. Una vez resuelto éste, no hay nada más que reclamar.
Hasta aquí todo parece más o menos razonable. Pero, ¿qué pasa si al final la parte ejecutada incumple el mandato? ¿Qué pasa si persiste en no ejecutar el laudo? ¿Qué pasa si no paga lo que éste ordena?
Es verdad que el tribunal arbitral carece de la facultad coercitiva para disponer la intervención de la fuerza pública al punto que, como queda dicho, si ella debe intervenir el colegiado concluye sus actuaciones. No está impedido, sin embargo, de ordenar que se intervengan cuentas, que se embarguen bienes, que se ejecuten fianzas, que se hagan remates y que de cualquier otra forma se cumpla con la decisión legalmente adoptada, tanto así que habitualmente los reglamentos preceptúan que los actos de ejecución serán dirigidos discrecionalmente por los árbitros.
Ello, no obstante, ésta es una opción que no es utilizada mayormente ni por las partes que litigan en estos procesos ni por los árbitros. La razón probablemente sea porque no le encuentran beneficios concretos en la creencia de que la parte a la que se le conmina a ejecutar el laudo, habiéndose negado a hacerlo en cuanto es notificada de seguro también se mostrará retrechera a cumplir su obligación frente a un nuevo requerimiento. Quizás sea porque desconocen que esta facultad existe y puede ser empleada con el claro y firme propósito de que cumpla el cometido para el que fue concebida.
Para lograrlo basta que el tribunal disponga, en vía de ejecución, que si no se cumple con su mandato procederá a hacer efectivos los apercibimientos que haya estipulado. O que se ejecuten las medidas cautelares que una parte previsoramente pudo haber solicitado con éxito precisamente para garantizar la eficacia del laudo.
¿Y si la parte obligada a ejecutar el laudo es una entidad pública? Pues no debería haber ningún inconveniente, salvo que habría que aplicar la Ley 30137 que establece los criterios de priorización para la atención del pago de sentencias judiciales y su Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 001-2014-JUS, que en la práctica se extiende a los efectos de los laudos arbitrales, que privilegian las deudas en materia laboral y luego, en estricto orden, aquellas de carácter previsional, de víctimas en actos de defensa del Estado, de víctimas de violaciones de los derechos humanos, otras de carácter social y todas las demás. También se priorizan las deudas de montos menores respecto de las de montos mayores, creándose una fórmula que combina criterios con niveles de priorización de forma tal que primero se pagan las deudas de hasta 5 UIT de todos esos rubros, luego las de más de 5 y hasta 10; a continuación las de más de 10 hasta 20; en cuarto lugar, las de más de 20 hasta 50 UIT y finalmente las de más de 50 UIT.
Eso, por un lado. Y por el otro, habría que aplicar también el artículo 70 de la Ley 28411 que obliga a destinar no menos de tres ni más de cinco por ciento del presupuesto de cada entidad para el pago de sentencias judiciales en calidad de cosa juzgada. La norma obliga al ministerio de Economía y Finanzas a abrir cuentas para cada entidad que lo solicite en el Banco de la Nación con el objeto de que se depositen en ellas, mensualmente, los montos correspondientes, bajo responsabilidad del Director General de Administración o de quien haga sus veces. Los pagos que deba efectuar cada entidad, incluidas las sentencias supranacionales, se hacen con cargo a estas cuentas de conformidad con las prelaciones legales señaladas. En la eventualidad de que los montos que deban honorarse superen el porcentaje indicado, se paga en forma proporcional todos los requerimientos existentes de acuerdo al orden en que fueron notificados, hasta llegar al límite y los saldos pendientes se atienden con cargo a los presupuestos de los siguientes cinco años.
Lo que falta es hacerle el respectivo seguimiento a este proceso que, al parecer, no está dotado aún de los mecanismos que lo hagan transparente y de fácil acceso al público interesado.  En el portal de cada entidad deberían aparecer las deudas que tienen registradas y la forma en la que van pagándolas de manera que cualquier proveedor pudiera saber con toda exactitud cuándo y qué monto deberá recibir de su acreencia.
Lo que también falta es recordar que el Código Penal castiga con dos años de prisión al funcionario público que, teniendo los fondos expeditos, demora injustificadamente un pago dispuesto por la autoridad competente. Obviamente, nadie quiere denunciar a su cliente pero es muy recomendable que éste sepa que retardar el cumplimiento de una obligación de esta naturaleza comporta la comisión de una variante del delito de peculado que podría eventualmente escalar a penas más graves.
Como lo hemos señalado en otras oportunidades, las autoridades suelen expresar su malestar por el escaso número de postores que se presentan en los procesos de selección y se esmeran en aprobar nuevas normas para incentivar una mayor participación y una mayor competencia, sin advertir que muy probablemente ese índice refleja el convencimiento ciudadano de que el Estado no es un buen pagador y que antes de trabajar con el sector público, e intervenir en una convocatoria que demanda altos costos que no se devuelven, es preferible concentrarse en el sector privado que no expone a tantos riesgos.
Es desalentador comprobar que algunos funcionarios públicos aplican, quizás sin proponérselo, esa máxima de triste recordación según la cual las deudas viejas no se pagan y las nuevas se dejan envejecer. Algunos lo hacen conscientes de que si pagan pueden ser acusados de haberse confabulado con el interesado y encontrarse involucrados en otro proceso con el propósito de determinar sus responsabilidades. Otros lo hacen simplemente para no distraer recursos en actividades que no reditúan ningún beneficio político y optan por hacer inversiones electoralmente visibles como construir carreteras, colegios, postas médicas y hospitales.
Lo lamentable es verificar cada año que esos mismos funcionarios no agotan todas sus partidas presupuestales ni pagan sus deudas o disminuyen las que tienen acumuladas que, por si fuera poco, siguen incrementándose con los intereses que deben calcularse hasta la fecha efectiva de pago, detalle que debería alentarlos a disminuir y eliminar deudas en lugar de incidir en el perro muerto.
Si deciden pagar se permiten negociar montos colocándote contra la pared y conminándote a aceptar fuertes deducciones para justificar ante sus principales las razones por las que proceden así, como si no bastara con la deuda misma que nace de una obligación jurídicamente inobjetable.
No hace mucho una entidad me invitó a negociar el cumplimiento de un laudo –de un caso en el que yo había intervenido como abogado– que ya tenía buen tiempo durmiendo el sueño de los justos. Lo primero que plantearon fue que me olvide de los intereses que me había costado mucho lograr que se reconozcan. A continuación me recortaron el monto de la deuda en un porcentaje ciertamente significativo que por decoro no confesaré. Y, como si todo ello no fuera poco, me ofrecieron pagar una parte por adelantado y la otra en diez cuota trimestrales, lo que equivale a un pago en cerca de tres años. ¿Cuál era la razón que los impulsó a querer pagar y a cercenar la acreencia? ¿El miedo a una acción penal?
Nada de eso. Como se trataba de una entidad regional sujeta a una suerte de control por parte de un ministerio, si mantenía por más de tres años su presupuesto deficitario iba a ser intervenida por las autoridades centrales y sus directores despachados a sus casas. La única forma de evitarlo era pulverizando esa deuda de sus registros. Y eso fue lo que los animó y lo que de paso permitió que pagaran.
La idea, sin embargo, es que la ejecución de los laudos no tenga que depender de estos avatares.
EL EDITOR

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