domingo, 17 de enero de 2016

Corrientes y contracorrientes en la contratación pública: ¿Hacia a donde queremos caminar?

Sergio Tafur Sánchez

El 09 de enero de 2016 entró en vigencia la Ley Nº 30225, nueva Ley de Contrataciones del Estado (LCE).  Al día siguiente, 10 de enero, se publica en el Diario “El Comercio”, un comunicado refrendado por importantes instituciones (CAPECO, Cámara de Comercio de Lima, Centro de Arbitraje y Conciliación de la Construcción, Gremio de Infraestructura, Edificaciones e Ingeniería y la Federación de Trabajadores en Construcción Civil del Perú)* mediante el que se exhorta al gobierno a dejar en suspenso dicha Ley;  las razones fundamentales son dos:
1. Esta norma genera mayor espacio de discrecionalidad en los funcionarios públicos, y ello, por más buena intención que exista, conllevará a espacios de corrupción y mayores problemas.
2. La nueva Ley contiene cambios sustanciales a la normativa existente; y generará que los funcionarios públicos de los diversos niveles de gobierno (desde Ministerios hasta la Municipalidad más pequeña) tengan que aprender esta norma y sus nuevas instituciones, para poder gastar sus recursos en la adquisición de bienes, servicios y obras.  En una época recesiva como la que estamos atravesando en donde el gasto público ya esta retraído, y en donde precisamente se espera que sea éste el principal motor de la economía; evidentemente el cambio de las reglas de juego retrasará el mismo, más aún si estamos  ad portas de la salida del gobierno nacional.
Comparto plenamente el segundo de los argumentos, pero respecto del primero tengo mis reparos.
Uno de los principales aspectos en donde la nueva LCE ha establecido márgenes de discrecionalidad; lo que no significa arbitrariedad, esta relacionado a la conciliación.
Un cambio importante en la regulación en contratación pública desde el año 1998, ha sido la decisión del Estado de arbitrar sus controversias contractuales en esta materia. A lo largo de estos años hemos podido advertir que han terminado en arbitraje un sinnúmero de casos que jamás debieron terminar en esa instancia, y que probablemente debieron ser conciliados directamente entre las partes.
Ya la conciliación estaba prevista como una posibilidad para solucionar las controversias en estos espacios, pero raramente se arreglaban las discrepancias bajo este mecanismo.  Si se analiza un poco, la controversia en esta materia se presenta la mayoría de las veces porque una de las partes tiene una visión o interpretación de los hechos o de los derechos derivados o vinculados al contrato, y su contraparte tiene una visión diferente.  Cuando esa contraparte es la Entidad Pública su posición por lo general ya esta en un “documento” suscrito por algún funcionario.  Surge entonces la “discrepancia” y si ello se quiere solucionar directamente supone que ese funcionario o su superior tendrá que opinar distinto.  Tomar esta decisión conlleva el riesgo que en los próximos 10 años aparezca otro funcionario, pero ahora perteneciente al sistema nacional de control, y no comparta la opinión de aquel que estuvo de acuerdo en conciliar y finalmente lo responsabilice por dicho acuerdo.
Frente a lo descrito, muchos funcionarios optan por su “seguridad”, es decir, por que aun cuando son plenamente conscientes de la poca razón que asiste a la posición de la Entidad, es mejor que la solución la dicte un “árbitro”, y no ellos.  Obviamente este esquema garantiza trabajo para abogados, asesores, centros de arbitraje y árbitros; pero olvida que a los beneficiarios de las contrataciones públicas lo que les interesa son sus medicinas, sus colegios, sus postas médicas, sus comisarias y demás en tiempo oportuno; y para ello es necesario que ante las controversias que se presenten los funcionarios tomen decisiones racionales.
Sin embargo hay un tema absolutamente importante, no podemos pedir que dichos funcionarios tomen decisiones si los vamos a seguir midiendo con la misma vara, es decir evaluando su decisión sólo desde la perspectiva rígida y conservadora de la interpretación normativa (muchas veces incluso literal), aún cuando ésta interpretación pudiese resultar en extremo abusiva.
La nueva LCE, hace una apuesta, y esta es para que quien evalué la posibilidad de conciliar lo haga  bajo criterios de “costo-beneficio” y ponderando los costos y riesgos de no adoptar  un acuerdo conciliatorio, lo cual debe estar analizado en un Informe Técnico legal; es decir que exista un análisis no solo de posiciones legales literales, sino de pertinencia de no arribar a una solución negociada o acordada.  A su vez le pide a la Contraloría General, como cabeza del sistema nacional de control, que en sus acciones de control futuras tengan en cuenta estos parámetros.
¿Lo anterior puede generar un problema?, claro. ¿Me da temor?, también.  Estamos generando espacios de discreción a los funcionarios, sí, y eso ¿es bueno o malo?  Creo que es tan bueno o malo como inventar un automóvil, pues así como éste ha ayudado en demasía al desarrollo de la humanidad, también es uno de los causantes de la mayoría de muertes en el mundo, ¿y por eso lo debemos prohibir?: creo que coincidirá que no. Lo que tenemos que hacer es establecer parámetros claros para el ejercicio de dicha discrecionalidad, y crear instituciones que cautelen que ella sea ejercitada debidamente y no contrariamente a los fines para la que se ha concedido.
Una sociedad crece sólo en la medida que sus integrantes tomen decisiones, y obviamente se responsabilicen por las mismas. Para ello la institucionalidad es clave.  Si tengo que apostar, lo hago a ello.
* Nota: El comunicado se volvió a publicar a página completa el jueves 14 en el diario Gestión.

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