domingo, 31 de agosto de 2014

El abrazo del oso

DE LUNES A LUNES
Ricardo Gandolfo Cortés

Según la definición más extendida y recogida con alguna variante por la Real Academia de la Lengua Española, la corrupción es una práctica en la que se utilizan las prerrogativas y ventajas de la función, generalmente pública, en provecho, económico o de otra índole, propio o de terceros. Dentro de esa concepción, ¿cómo puede afectar la corrupción al arbitraje y más precisamente al arbitraje en las contrataciones del Estado?
Intentemos algunas respuestas.
De un lado, puede construirse un proceso allí donde no hay ninguno, como se ha comprobado recientemente. Con la complicidad de alguna autoridad o sin ella, se puede recrear lo que nunca existió y llegar al extremo de que sobre esa base se originen derechos y se consoliden y transfieran propiedades. Es un exceso, sin duda, que más parece provenir de la fantasía y de la ficción que de la realidad. Ocurrió, es cierto. Pero es difícil de que se repita.
Una entidad, por otro lado, puede confabularse con un proveedor para a través de un arbitraje aparentar deudas y ordenar pagos que en circunstancias normales no deberían proceder. Pueden hacerlo con la complicidad de los árbitros o a espaldas de ellos, sin comunicarles nada de lo que han tramado. No parece fácil. Hacerlo con la colaboración del tribunal sería menos complicado. Puede suceder.
Surge, sin embargo, una interrogante: La entidad es consciente de que a su contratista le corresponde una ampliación de plazo pero se niega a concedérsela por temor a la conocida acción punitiva de su órgano de control. Le sugiere que lo solicite a través de un arbitraje. Lo que se denomina un arbitraje conversado. ¿Es eso una práctica corrupta?
Increméntele la carga: El funcionario no sólo sugiere un arbitraje. Cuando el proveedor le replica diciéndole que ir a un arbitraje no le garantiza nada, la autoridad le ofrece elegir al árbitro cuyo nombre ella se lo diga. Allí se abren dos opciones. Una, aquella en la que se compromete a un árbitro al que se le explica el problema que se confronta y se le pide que contribuya a una rápida resolución del asunto. Otra, aquella en la que no se le dice nada al árbitro. El contratista se limita a dar su nombre en el entendido de que la posición que suele adoptar es coincidente con la que se necesita y que con toda seguridad va a conducirse en ese mismo sentido. ¿Son prácticas corruptas? ¿Lo es la que compromete al árbitro y no aquella en la que no se le dice nada?
Despéjese la inquietud considerando que es frecuente que en el curso de determinados arbitrajes las partes de común acuerdo pongan en conocimiento del tribunal su deseo de dar por terminado el proceso por la vía de la transacción o de la conciliación pero que como ello trae complicaciones para el funcionario, solicitan que se homologue el laudo que no es otra cosa que elevar a esa categoría el convenio al que han arribado las partes, lo que puede hacerse abiertamente, señalándolo claramente, o indirectamente, sin decirlo, lo que ocurre cuando el tribunal hace suyo lo pactado y le da la forma correspondiente. ¿Es eso corrupción?
Fabricar deudas inexistentes y disponer pagos derivados de ellas, son actos corruptos. Delegar a un tribunal la decisión que debe tomar una autoridad, no es corrupción, es evasión de responsabilidades que ciertamente puede ser comprensible en algunos casos. Formar el tribunal en contubernio entre las partes, es corrupción, aunque pueda parecer elemental para dar cumplimiento al propósito que las anima. Comprometer a los árbitros para que se conduzcan en un sentido o en otro, es peor, porque ya involucra a otros actores y lesiona la majestad de la jurisdicción arbitral. Es como el abrazo del oso: parece amigable pero puede terminar asfixiándote.
Para que haya corrupción en el desarrollo del arbitraje mismo, por último, se necesita del concurso de cuando menos dos árbitros que hagan mayoría y que puedan imponer la posición que adopten. Para que eso suceda se requiere que ambas partes, entidad y contratista, coincidan en el interés de perpetrar el ilícito. Basta que una parte actúe correctamente para que elija a un árbitro serio y honesto con lo que el proceso está salvado. Ese árbitro no va a nombrar como presidente del tribunal a quien no sea tan serio y honesto como él, aun cuando el otro árbitro no lo sea. Así de simple. Salvo claro, que la designación del tercero lo tenga que decidir una institución arbitral y que no lo haga de la manera más adecuada. De allí la importancia de la elección del presidente del tribunal y del rol que cumplen las Cámaras de Comercio en el marco de la Ley de Arbitraje actualmente vigente y del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado en el marco de la Ley de Contrataciones del Estado así como de los centros de arbitraje en general, para el caso de las controversias que se sujetan a sus normas y reglamentos.

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