domingo, 26 de agosto de 2012

El peor remedio

DE LUNES A LUNES

Cuando incorporamos el arbitraje como mecanismo de solución de controversias en la contratación pública lo hicimos seguros de que había que hacerlo obligatorio para que pueda ser útil y confiados en que era lo forma más rápida y eficaz de resolver las disputas, porque hasta entonces éstas o se resolvían en los tribunales administrativos, que tenían sus propias limitaciones, o, agotada esta vía, se derivaban al Poder Judicial incrementando su carga procesal con la certeza de que allí se iba a perder todo, tiempo, dinero y expectativas, independientemente del resultado del proceso.

El arbitraje era en el Perú algo reservado para los conflictos comerciales y para los contratos que el Estado suscribía con financiamiento de instituciones multilaterales de crédito que exigían esta fórmula para dilucidar las desavenencias. La revolución legislativa que tuvimos el honor de impulsar, como decimos siempre, popularizó y democratizó el arbitraje, introduciéndolo en todos los contratos que celebra la administración pública y llevándolo hasta los rincones más apartados del país.

Desde luego que eso trajo consigo muchos beneficios. Los conflictos se empezaron a resolver muy rápidamente. Los contratistas dejaron de quebrar tan fácilmente porque encontraron una vía eficaz para no dejar de reclamar lo que en justicia les correspondía. Muchos profesionales se involucraron en este asunto, básicamente árbitros, abogados y peritos. Los centros de arbitraje incrementaron considerablemente sus actividades.

Desde las cúpulas que dominaban el escenario hasta antes de la promulgación de la Ley Nº 26850 que lideró la revolución normativa y cuyo primer proyecto personalmente elaboré, se comenzó a mirar al arbitraje en la contratación pública con desdén, como si fuera la niña fea de la fiesta con la que, sin embargo, todos al final querían bailar porque se convirtió muy pronto en la que pagaba toda la cena. Los arbitrajes en la materia se multiplicaron dejando a los pleitos comerciales y de otros rubros totalmente rezagados tanto en volumen de procesos como en montos comprometidos. Los arbitrajes en la contratación pública pasaron a prevalecer en absolutamente todos los frentes al punto de convertir al Perú y a Lima en particular en una estratégica y potencial sede internacional de arbitrajes por la experiencia que adquirieron sus árbitros y sus centros y desde luego por la amplia jurisprudencia que se empezó a forjar.

Ello, no obstante, democratizar el arbitraje y llevarlo de los grandes salones a la mesa popular también trajo los problemas que confronta toda actividad que compromete diversos intereses en juego. Los tentáculos de la corrupción y las malas prácticas también se popularizaron y tentaron a la institución. Hay que reconocer que no tuvieron, sin embargo, el éxito que pueden obtener en otros sectores porque aquí la transparencia permite que todo se conozca. En el arbitraje en contratación pública todo se publica, las designaciones, las recusaciones, las conciliaciones y los laudos, de manera que la opinión pública sigue todas las incidencias de un proceso y puede difundir, criticar y denunciar lo que no le parezca correcto, prerrogativa que no existe en ninguna otra actividad.

Las entidades del Estado, empero, delegan en los tribunales arbitrales para que sean éstos los que adopten una serie de decisiones que deberían tomar aquéllas. Lo hacen con el propósito de no tener que responder más adelante a sus órganos de control que equivocadamente persiguen a quienes toman decisiones en lugar de sancionar principalmente a quienes las esquivan. Podrá advertirse fácilmente que la mayoría de arbitrajes en contratación pública están dedicados a eso, a resolver cuestiones de mero trámite. De ahí se infiere que las entidades pierden la mayoría de sus arbitrajes cuando lo cierto es que se trasladan a los tribunales, como queda dicho, la responsabilidad de decidir lo que ellos deberían hacer.

Una lectura apresurada de esas estadísticas conduce inevitablemente a proponer la revisión del rol del arbitraje como mecanismo obligatorio de solución de controversias y a plantear su eliminación o cuando menos a ponerle algunos candados como los que la última reforma de la Ley de Contrataciones del Estado y de su Reglamento introducen y que terminan distorsionando peligrosamente a la institución. Es una reacción comprensible, pero equivocada. El antídoto con el que se quiere recuperar al paciente va a terminar poniéndolo en estado de coma. En suma, una nueva versión de la conocida y perversa costumbre nacional de prescribir un remedio que es peor que la enfermedad.

EL EDITOR



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