La semana pasada estuve en Huaraz atendiendo compromisos académicos y pude comprobar con gran satisfacción el creciente desarrollo que viene alcanzando esta pujante provincia de generosos recursos provenientes del canon minero. Por donde uno camina se encuentra con obras públicas y privadas en plena ejecución y con profesionales de distintas especialidades involucrados en la tarea de sacar adelante a la ciudad ubicada en lo que podríamos denominar la sierra norte del país. En ese esfuerzo colectivo se advierte aquí, como en realidad en todo el territorio nacional, una inquietud muy grande y un gran afán por conocer los detalles de las normas que gobiernan las contrataciones del Estado en el entendido de que existen muchos procesos de selección que se convocan para adquirir bienes y servicios de toda índole y para emprender diversas construcciones.
La ocasión fue propicia para repasar con un numeroso grupo de contratistas y de funcionarios de distintos niveles de gobierno algunas de las principales modificaciones que, respecto de la que la antecedió, trajo consigo la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), promulgada mediante el Decreto Legislativo 1017 que empezó a regir el 1º de febrero del 2009 y que por consiguiente ya tiene más de año y medio de vigencia. Especial interés despiertan los cambios en materia de arbitraje y solución de controversias en consideración al hecho de que existe un amplio consenso de que a menudo se distrae mucho tiempo y dinero en resolver discrepancias que deberían superarse de una manera rápida y eficaz para continuar trabajando en busca del progreso y aprovechando la circunstancia particularmente generosa que se presenta y que por fortuna tiende a consolidarse.
Es verdad que todavía es prematuro para verificar los resultados de las reformas que ha introducido la LCE y más aún de sus normas sobre solución de controversias porque sólo se aplican a los contratos que se derivan de licitaciones y concursos que fueron convocados a partir de esa fecha mágica que es el 1º de febrero del 2009. Todos los contratos que se derivan de procesos convocados antes de esa fecha se regulan por la antigua Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, actualmente derogada pero, como queda dicho, con vida para esos casos que suelen ser la mayoría, al menos entre todos aquellos que llegan a los tribunales arbitrales.
Esta evidencia, sin embargo, no es impedimento para repasar algunas de esas modificaciones que felizmente no son muchas, porque si lo hubieran sido, como lo proponía algún proyecto parlamentario oportunamente desechado, se habría condenado a todos los operadores del sistema a detener sus trabajos para ponerse a estudiar un nuevo universo legislativo que, en realidad, no podía cambiar mucho la realidad de las cosas porque en lo que respecta a las contrataciones del Estado mayormente no hay nada nuevo que descubrir.
Una de las primeras novedades que introdujo la LCE es la relativa a la cláusula obligatoria de solución de controversias que aparece en el inciso b) del artículo 40 y que ahora, en el improbable caso de que no estuviese incorporada dentro del contrato, nos remite al arbitraje institucional administrado por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE). En el anterior régimen si no había cláusula arbitral, había arbitraje ad hoc. Hay árbitros y centros que han protestado contra este cambio en la creencia que la norma insiste en preferir al OSCE por encima de las otras instituciones arbitrales. La crítica es un tanto desmedida. La norma opta por privilegiar el arbitraje institucional, es cierto, pero lo hace de una manera muy tibia, al punto de remitir al OSCE todas las disputas que se originen de contratos que no tienen ninguna cláusula arbitral, lo que a estas alturas resulta virtualmente inconcebible, con bases estandarizadas colgadas en el portal de este mismo organismo y con la normativa suficientemente difundida.
Si las cláusulas arbitrales no remiten a ningún instituto, el arbitraje será ad hoc. Exactamente como antes. Sólo si se pacta ir a un centro, obviamente este acuerdo prevalecerá. Y es lo que están haciendo algunos institutos como la Cámara de Comercio, la Universidad Católica y el Colegio de Ingenieros. Están celebrando convenios con algunas entidades para que sus cláusulas arbitrales sean incorporadas en las proformas de contrato que se incluyen en las bases de los procesos que convocan. Personalmente he visto algunos casos y me parece que es una solución muy interesante para diversificar la oferta arbitral y para privilegiar, en armonía con el espíritu de la norma, el arbitraje institucional.
Otra modificación que ha pasado algo desapercibida es aquella vinculada a las prestaciones adicionales que no pueden someterse a arbitraje que se inscribe en el afán de algunas autoridades de restarle competencias a este mecanismo de solución de controversias. Ahora, a juzgar por lo dispuesto en el quinto párrafo del artículo 54 de la LCE, ya no sólo no pueden dilucidarse en la vía arbitral las discrepancias sobre adicionales de obra que requieren de la aprobación previa de la Contraloría General de la República sino tampoco las que versan sobre los mismos adicionales que no requieren de la ese trámite, con lo que en la práctica se ha ampliado la excepción, lo que constituye una pésima señal hacia el mundo en momentos en que el Perú debería convertirse en una sede internacional de arbitrajes aprovechando las ventajas comparativas de una sólida y masiva experiencia forjada en gran medida por la LCE y por una legislación moderna a la que sólo le falta abrirse a la posibilidad de celebrar audiencias virtuales en circuito cerrado y a través de teleconferencias.
Antes, es verdad, no estaba permitido arbitrar sobre los denominados mayores metrados de obra, prohibición de que la LCE no reproduce aunque existen fundadas dudas de que ahora se sostenga que están comprendidas dentro de las discrepancias sobre adicionales, como si lo fueran, cuando no lo son. Los mayores metrados aparecen como consecuencia de los contratos a precios unitarios con el objeto de ajustar las necesidades de la obra, que sólo se pueden constatar en plena ejecución, respecto de las proyecciones referenciales de los estudios previos. Pero eso todavía no se entiende cabalmente, razón por la que la omisión de este tipo de impedimentos no permite abrigar la esperanza de que constituya una señal de avanzada.
En tercer lugar es menester destacar que la LCE ha dejado pasar la ocasión de sincerar el plazo de caducidad previsto para iniciar un proceso arbitral toda vez que existía y existe aún una contradicción abierta entre el plazo abierto hasta antes de que termine el contrato que prevé el primer párrafo del artículo 52 de la LCE y los plazos parciales, más cerrados y perentorios, que contempla el Reglamento, aprobado mediante Decreto Supremo 184-2008-EF, para determinados casos especiales, tales como los de la nulidad, resolución, culminación y liquidación del contrato, las ampliaciones de plazo y valorizaciones, metrados y recepción de obras. En este caso no se comenta ninguna modificación. Se anota que faltó hacerla, para sincerar los plazos y dejar que prevalezca, como es lógico, la disposición de mayor jerarquía normativa, porque además le permite al contratista evaluar si difiere sus reclamaciones para el final, en función del principio de economía procesal o simplemente se abstiene de presentarlas porque al terminar el contrato ha quedado satisfecho y no desea involucrarse y gastar recursos y energías en un proceso arbitral.
Un cambio semántico que sí se ha hecho pero para incurrir en un error, en el que las leyes anteriores no habían incurrido, es decir, en el segundo párrafo del mismo artículo 52, que el arbitraje puede ser resuelto por un árbitro único o tribunal arbitral como si el árbitro único no constituyese igualmente un tribunal, unipersonal pero tribunal al fin y al cabo. Más grave que éste es la exigencia de que el árbitro único o el presidente del tribunal arbitral, que desde siempre, es el único que necesariamente debe ser abogado, tenga que acreditar especialización de derecho administrativo, arbitraje y contrataciones con el Estado, obligación que se consigna en el tercer párrafo de este extenso artículo 52. O sea, quien eventualmente puede estar en minoría no sólo debe ser abogado sino también debe tener y acreditar unas especialidades que no se les reclama a ninguno de los otros miembros del tribunal arbitral.
Ya hemos dicho que esta reforma busca blindar los laudos para evitar que se expidan sin arreglo a derecho. Sin embargo, eso no se logra cargando los requisitos de uno solo de los árbitros ni creando nuevas posibilidades para recusarlos precisamente por no acreditar esas especialidades. Nótese que el Reglamento no las regula, lo que abona a favor de la tesis de que este añadido se hizo al final cuando el texto del propio Reglamento ya estaba terminado y cuando el proyecto de ley fue retirado del Congreso de la República para ser promulgado mediante Decreto Legislativo en uso de las facultades extraordinarias de las que estaba investido el Poder Ejecutivo para agilizar la puesta en vigencia de los Tratados de Libre Comercio suscritos por el Perú.
Esto de las especialidades he dicho que es como el sexo de los ángeles: todos saben que lo tienen pero nadie sabe cómo probarlo. El OSCE ha tenido la audaz iniciativa de solucionar el inconveniente que esta exigencia ha generado estableciendo entre los requisitos para la inscripción de nuevos árbitros en sus registros el de haber aprobado su curso de formación o 120 horas académicas de capacitación mínima así como demostrar experiencia no menor de 5 años en cualquiera de estas especialidades en el sector público o privado. Esta salida, original y efectiva, también ha despertado la suspicacia de otros centros que piensan que sólo los árbitros del OSCE estarán en el futuro en condiciones de ser árbitros únicos o presidentes de tribunales pluripersonales. Particularmente no nos parece. Las otras instituciones pueden exigir las mismas acreditaciones a quienes se inscriban en sus registros o invitar a los árbitros del OSCE para que se inscriban en ellos con lo que darán igualmente cumplimiento a la norma. Es cuestión de adaptarse y de buscar superar el impase.
Finalmente cabe precisar que la LCE no hizo mucho por afianzar el carácter inapelable, definitivo y obligatorio del laudo arbitral a que se refiere el sexto párrafo de su artículo 52. Especial preocupación genera su carácter inapelable sobre el que descansa su principal fortaleza: la de ser el arbitraje un mecanismo rápido y efectivo de solución de controversias. Si el laudo puede ser apelado o judicializado por la vía del recurso de anulación o, para decirlo con propiedad, por el uso abusivo del recurso de anulación, pierde esa principal fortaleza. Una forma de evitar ese riesgo era exigir el requisito de la fianza para interponer ese recurso que debería formularse únicamente con el objeto de revisar las formalidades del proceso y no el fondo pero que en la práctica terminó prostituyéndose, si se permite el término, hasta el punto de no distinguirse de cualquier apelación.
Lo que la LCE sin embargo no se atrevió a hacer, lo hizo la Ley de Arbitraje, la nueva, la que entró en vigencia el 1º de setiembre del 2008 y que acaba de cumplir su segundo año de vida. Como todos sabemos, esta nueva Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, permite interponer el recurso de anulación sin ninguna fianza, como pedían los procesalistas y puristas del derecho, defensores de la doble instancia y de la justicia al alcance de todos, lo que está bien pero en ocasiones abre las puertas al abuso del derecho que es lo que está mal. Ello, no obstante, la misma Ley de Arbitraje advierte, en el inciso 1 de su artículo 66, que el recurso de anulación no suspende el cumplimiento y ejecución del laudo que, según agrega el inciso 2, sólo se puede lograr si es que se constituye fianza por el monto que el laudo ordena pagar. Si quien interpone el recurso, lo pierde, se le ejecuta la fianza y de paso se le ahorra a la otra parte pasar por las horcas caudinas de la cobranza, trámite que por lo demás es otra historia.
Mi opinión es que no interesa si esta novedad está en la Ley de Arbitraje o en la LCE. Lo cierto es que está vigente y eso está bien. Lástima que algunas entidades están incluyendo en sus bases convenios expresos que pretenden liberar a las partes de la obligación de constituir fianzas como requisito para interponer el recurso de anulación. Las entidades están avisando así que si pierden de todas maneras van a dilatar el proceso y van a tratar de dilatar el cumplimiento y la ejecución del laudo. Y eso no es legal. Hay que erradicarlo de inmediato. No se hacen las reformas para que no sean observadas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario