lunes, 23 de agosto de 2021

La ética en el arbitraje

DE LUNES A LUNES

Cuando uno busca una definición que condense lo que significa la ética en el arbitraje se encuentra invariablemente con la máxima en cuya virtud los árbitros deben tratar con respeto a las partes y demás partícipes del arbitraje, así como exigir de éstos el mismo trato para ellos y para los demás. Acto seguido se añade que los árbitros deben evitar el uso de calificaciones o acciones peyorativas u ofensivas en contra de las partes.

Si lo que uno pretende es un concepto más puro descubrirá que ético es quien actúa con rectitud, conforme a la moral y que la ética, en este contexto, es el conjunto de normas morales que rigen la de la persona en cualquier ámbito de la vida. Las normas morales, a su turno, son aquellas que regulan el comportamiento de las personas y que pueden ser juzgadas en relación al bien o al mal y en función de su vida tanto individual como colectiva.

De lo expuesto se infiere que la referencia al tratamiento que los árbitros dispensan a las partes y a otras personas que participan en el proceso así como el que éstos les dispensan a aquéllos, encaja con la esencia del precepto.

Para algunos puede ser algo muy relativo y laxo, pero no lo es. Es de suma importancia para orientar el arbitraje por su justo sentido. Tanto así que el Código de Ética para el Arbitraje en Contrataciones del Estado, aprobado por el OSCE, desarrolla principios rectores que deben observar los árbitros y las sanciones que se aplican en caso de incumplimiento. En esa línea reconoce como principios de la función arbitral la integridad, que obliga a conducirse con honestidad y veracidad, evitando prácticas indebidas y procurando en todo momento transparentar las acciones que se adoptan; y la imparcialidad, que exige evitar situaciones, conductas o juicios subjetivos que en forma directa o indirecta manifiesten alguna preferencia o predisposición respecto de alguna de las partes o en relación a la materia de la controversia.

También considera la independencia que les permite a los árbitros ejercer sus funciones con libertad y autonomía, evitando cualquier tipo de relación personal, profesional o comercial que pueda tener incidencia o afectar el resultado del proceso; así como la idoneidad, aplicable para decidir si se acepta una designación atendiendo a la capacidad y pericia necesaria y a las calificaciones pactadas en el convenio o establecidas por ley, verificando no estar incurso en los supuestos de inhabilitación e impedimento.

Igualmente, la equidad, que estima indispensable otorgar un trato justo y en igualdad de condiciones a las partes, brindándoles las mismas oportunidades para el ejercicio de sus derechos; la debida conducta procedimental, que les demanda diligencia, empeño y celeridad sin perjuicio del debido proceso y de una actuación guiada por el respeto mutuo, la veracidad, la buena fe y la lealtad, evitando cualquier conducta ilícita o dilatoria; así como la transparencia, principio que exige observar las reglas sobre difusión de información a través de los mecanismos que la norma prevé.

El Código establece, entre las normas de conducta, que si alguna parte contacta al árbitro para efectos de su designación, ello obedecerá a razones atendibles para saber su disponibilidad y conocimiento de la materia que será sometida a arbitraje. En tal circunstancia, no se debe brindar detalles del caso, sino aspectos generales para que el árbitro pueda definir su aceptación, procurando informarse de datos relevantes que le permitan, en su oportunidad, identificar y declarar potenciales situaciones que puedan afectar su independencia o imparcialidad quedando evidentemente prohibido que un árbitro promueva activamente su elección.

Esta es una disposición crucial porque trata de regular una situación perfectamente comprensible pero que puede colisionar con el principio de la imparcialidad e independencia. Las partes que tienen la facultad de nombrar a un árbitro suelen buscar naturalmente a uno que esté más cerca de las posiciones que alegan. Para asegurarse ese propósito analizan la forma en que se ha pronunciado sobre determinados temas el árbitro en libros, revistas, artículos diversos, congresos y cualquier otro escenario en el que puede haber manifestado alguna opinión que pueda asimilarse favorable a las pretensiones de quien aspira a elegirlo. Por último, le preguntan abiertamente sobre ciertas cuestiones respecto de las que no se encuentra información para saber su dominio de algunas materias y en el fondo imaginar cómo podría reaccionar a la hora de la verdad.

Ello, no obstante el árbitro debe rechazar su designación si tuviera dudas justificadas acerca de su imparcialidad e independencia y, desde luego, al aceptar el nombramiento, debe dar a conocer a los otros árbitros, a la institución que los cobija, todos los hechos o circunstancias que puedan originar dudas justificadas respecto precisamente de ello. En resguardo de ese compromiso, igualmente, una vez aceptado el encargo, los árbitros deben ejercer sus funciones hasta concluirlas. Excepcionalmente cabe la renuncia por causas sobrevinientes o por motivos de salud siempre sustentados, ocasión en la que debe devolver la documentación que tuviera en su poder y observar el principio de confidencialidad.

Durante el ejercicio de sus funciones, los árbitros deben procurar, razonablemente, impedir acciones dilatorias, de mala fe o de similar índole, de las partes o de cualquier otra persona que participe directa o indirectamente en el arbitraje, destinadas a retardar o dificultar su normal desarrollo. En esa línea se inscribe la reciente modificación del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado que prohíbe a las partes presentar una recusación cuando se le hayan declarado infundadas otras tres recusaciones previamente interpuestas, continuas o no, habida cuenta del reiterado abuso que se venía haciendo de este recurso.

La recusación, según la Ley de Arbitraje, tiene la finalidad de cuestionar al árbitro que no cumple con los requisitos de independencia e imparcialidad o no posee las calificaciones convenidas por las partes, exigidas por la ley o establecidas en el reglamento de la institución arbitral correspondiente. Las partes pueden dispensar los motivos de recusación que conocieren y en tal caso no procederá ninguna recusación ni la impugnación posterior del laudo por esas razones. Es una disposición solamente declarativa porque en el fragor de la disputa ninguna parte dispensa los motivos de recusación que conozca porque incluso puede interpretarse como un indicio de colusión con la otra y si aquélla, la que dispensa, es una entidad, menos todavía porque sus funcionarios corren el inminente riesgo de ser sometidos a sus órganos de control por actuar en sospechoso contubernio con sus contratistas.

La Ley de Arbitraje también señala que una parte sólo podrá recusar al árbitro nombrado por ella o en cuya elección haya participado por causas de las que haya tomado conocimiento después de la designación. Conozco el caso, empero, de alguna parte que se esmeró en recusar a cuanto árbitro encontraba en su camino con el único objeto de dilatar el proceso y en tal campaña no vaciló en recusar a su propio árbitro por el solo hecho de haber coincidido con los demás miembros del colegiado en alguna resolución de mero trámite que interpretó desfavorable a sus intereses.

Del mismo modo, los árbitros deben conducir el arbitraje con celeridad, actuando bajo los parámetros del principio de la debida conducta procedimental. En este contexto, la última reforma del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado ha dispuesto que los árbitros no puedan suspender las actuaciones arbitrales, práctica que lamentablemente tiende a generalizarse frente a alguna recusación, a alguna reconsideración o a cualquier motivo. Hay que evitarlo. No debe pararse el proceso salvo en circunstancias en que no pueda continuarse en modo alguno.

El Código de Ética del OSCE también reproduce la obligación de los árbitros de tratar a todos los actores del proceso con respeto así como exigir de éstos el mismo trato para todos evitando el uso de calificaciones o acciones peyorativas u ofensivas en contra de las partes, con la que resumimos al empezar este comentario la esencia de la conducta que debe imperar y que, en términos generales, se cumple cabalmente. Se conoce que algunos árbitros se exceden con alguna frecuencia pero suelen ser calmados por los demás miembros de sus colegiados cuando no son recusados con justa razón por los agraviados.

Los árbitros no deben utilizar, en su propio beneficio o de un tercero, la información que, en el ejercicio de sus funciones, hayan obtenido en un arbitraje. Durante el ejercicio de sus funciones, deben evitar discutir sobre la materia sometida a arbitraje con cualquiera de las partes, sus representantes, abogados o asesores. Solo pueden hacerlo durante el trámite de las diligencias del mismo arbitraje. Igualmente, no deben informar a ninguna de las partes, de manera anticipada, las decisiones que puedan emitir o hayan sido emitidas en el ejercicio regular de sus funciones. Recuerdo un tribunal en el que uno de los árbitros le adelantó a la parte que lo había designado el sentido de una decisión importante, si es que no le pasó el borrador que se venía discutiendo, procediendo ésta de inmediato a recusar a los otros dos árbitros por razones totalmente absurdas pero impidiendo así la continuación de las actuaciones.

Ningún árbitro debe, directa o indirectamente, solicitar o aceptar favores, dádivas o atenciones de alguna de las partes, sus representantes, abogados y/o asesores ni, solicitar o recibir algún tipo de beneficio económico u otro diferente al que corresponda a sus honorarios, incluida la designación en otros casos, práctica en la que algunos malintencionados descubren el pago de favores no comprobados que dañan a la institución arbitral. Hay partes que tienen una lista de árbitros tan amplia como su cartera de procesos en trámite, de la que sin embargo no dudan en expectorar a aquel que se atreve a emitir alguna decisión que no es del agrado de ellas.

En ese mercado algunas entidades con gran cantidad de arbitrajes –varias veces superior a las que puede tener algún contratista– pueden encontrarse tentadas a ejercer la presión de ese volumen para exigir resultados favorables con cargo a no volver a elegir a los árbitros que no se alinean con sus intereses. Los profesionales que ceden a sus exigencias son conocidos. Votan a favor del Estado, con razón o sin razón. Pueden ser fácilmente identificados revisando las designaciones de determinadas reparticiones de la administración pública y los laudos que se expiden en los respectivos procesos.

Esas malas costumbres, por muy focalizadas que sean, son atentados directos y muy graves contra la ética en el arbitraje. Impedir que prosperen o se extiendan debe ser la tarea urgente de quienes se preocupan por la transparencia, la independencia y la imparcialidad. Una forma eficaz de hacerlo es difundiendo laudos o resúmenes de estos, cruzando información y dejando que el lector saque sus conclusiones y haga su propia lista.

Ricardo Gandolfo Cortés

No hay comentarios:

Publicar un comentario