lunes, 5 de agosto de 2019

Confidencialidad y transparencia en el arbitraje


DE LUNES A LUNES

El artículo 51 de la Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, estipula, en su primer inciso, que salvo pacto en contrario, el tribunal arbitral, el secretario, la institución arbitral –si hubiere alguna– y, de ser el caso, los testigos, peritos y cualquier otra persona que intervenga en el proceso, están obligados a guardar confidencialidad sobre el curso de las actuaciones así como sobre el laudo y cualquier otra información que conozcan vinculada a la controversia, bajo responsabilidad.
Este deber de confidencialidad también alcanza, según el segundo inciso, a las partes, a sus representantes y asesores legales, salvo cuando por exigencia legal sea necesario hacer de conocimiento público las actuaciones o el laudo para proteger o hacer cumplir un derecho, para interponer el recurso de anulación o para ejecutar el laudo en sede judicial.
Una excepción parcial establece el tercer inciso del mismo artículo al disponer que en los arbitrajes en los que interviene el Estado peruano como parte, las actuaciones arbitrales estarán sujetas a confidencialidad pero el laudo será público, una vez terminado el proceso. En armonía con ello, el inciso 3 del artículo 43 preceptúa que salvo acuerdo distinto de las partes o salvo que el tribunal arbitral haya dispuesto lo contrario, todas las audiencias y reuniones serán privadas.
La Ley 30225 de Contrataciones del Estado estipula, en su artículo 45.1, que las controversias que surjan entre las partes sobre la ejecución, interpretación, resolución, inexistencia, ineficacia o invalidez del contrato que se suscriba bajo su imperio, se resuelven mediante conciliación o arbitraje, según el acuerdo de las partes.
El artículo 240 del Reglamento de la LCE, aprobado mediante Decreto Supremo 344-2018-EF, a su turno, establece que los árbitros y las instituciones que administran arbitrajes y otros medios de solución de controversias, según corresponda, deben registrar en el SEACE, en las condiciones, forma y oportunidad que disponga la respectiva Directiva, las resoluciones sobre recusaciones; los laudos, sus rectificaciones, interpretaciones, integraciones y exclusiones, las decisiones que ponen fin a los arbitrajes así como aquellas que emiten las juntas de resolución de disputas; los dispositivos con los que se imponen sanciones a árbitros y miembros de las JRD por infracción al Código de Ética de la institución de la que se trate; la relación trimestral de solicitudes de arbitraje ingresadas y los procesos en trámite y concluidos, con indicación de la materia, nombre de las partes, representantes legales, asesores o abogados, así como el de los árbitros y del secretario a cargo del caso; la nómina de árbitros de la institución que declara, actualizada y con la información de cada uno de ellos; y las actas de instalación de cada proceso a su cargo.
Tal nivel de detalle respecto de cada arbitraje hace añicos la confidencialidad y la privacidad al punto que la sujeción a la Ley de Arbitraje, consagrada en el inciso b) del artículo 41 de la primera Ley de Contrataciones del Estado 26850, que data de 1997, termina en subordinación con el paso de los años, como lo confirma el artículo 45.11 de la Ley vigente, veintitrés años después, que la considera simplemente como norma supletoria.
Ello no está mal, al menos en lo que a la transparencia se refiere en el entendido, que he repetido insistentemente, de que las cuestiones de los particulares sólo interesan a los particulares y las cuestiones del Estado interesan a todos, principio, que, sin embargo, personalmente he empezado a revisar en los últimos años a la luz del derecho a la información que le asiste, por ejemplo, al socio minoritario de una empresa que cotiza en la bolsa de valores y que no le reporta el arbitraje que tiene en curso y que eventualmente puede traer abajo el precio de su acción.
Con todo derecho ese accionista puede reclamarle a la empresa no haber sido informado de ese riesgo y responsabilizarla por el perjuicio económico que le ocasiona. Si hubiera sido notificado del arbitraje y de sus implicancias probablemente habría vendido su acción antes de que ésta se deteriore en el mercado y habría salvado su inversión. La cadena puede continuar y quien le compra también debería saber a dónde se mete y se llega a la conclusión de que las cuestiones de los particulares pueden interesarles a todos, tanto como las cuestiones del Estado y colegir que la confidencialidad no beneficia a nadie.
En ese contexto quien le compra la acción al socio que vende ante el temor de que ella baje lo hace debidamente informado posiblemente en la creencia de que la empresa va a salir bien librada del arbitraje o haciendo una apuesta a futuro: adquiere a precio bajo con la esperanza de que pasada la tormenta recobre y supere sus niveles anteriores. Cualquier especulación es válida pero todas ellas se generan a partir de la información existente, sin reserva y sin ocultar nada.
Creo que eso anima a quienes proponen revisar el principio de la confidencialidad en el arbitraje tanto comercial como de inversiones. La falta de transparencia genera más daños que beneficios. Es hora de propiciar más información y de llevar los avances de la Ley de Contrataciones del Estado en esta materia hacia la Ley de Arbitraje.
EL EDITOR

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