domingo, 30 de marzo de 2014

Siempre hay un roto para un descosido

DE LUNES A LUNES

Según los teóricos del libre mercado los precios se fijan por efecto de la oferta y la demanda, una presionando sobre la otra y viceversa. Por lo tanto, pretender regularlos es una blasfemia contra esa ideología. Sin embargo, los principios necesariamente tienen que tener un canal por donde discurrir porque de lo contrario se desbordan y pueden tirar por la borda toda la cosecha.
En contrataciones con el Estado, por ejemplo, se pregona ahora que no debe haber precios, presupuestos ni valores referenciales, como quiera llamárselos. Menos aún rangos dentro de los que se puedan admitir propuestas porque eso restringe la libertad de los postores que deben procurar hacer los mayores esfuerzos para ofrecer costos cada vez más competitivos y por eso mismo cada vez más bajos.
Se trata, en la mayoría de los casos, de un tremendo error cuyas lamentables consecuencias terminan pagando y a muy alto costo las mismas entidades públicas que se iban a beneficiar con los supuestos ahorros.
Naturalmente quien está en condiciones de ofrecer un precio más bajo es aquel que incurre en menos gastos para brindar el mismo servicio, para producir el mismo bien o para ejecutar la misma obra. Si incurre en menos gastos obviamente es porque utiliza personal menos calificado, emplea una infraestructura más antigua o menos versátil que la de otro, tiene equipos que no son de última tecnología, reduce pruebas, ensayos e inspecciones, disminuye exigencias y de una u otra manera minimiza la calidad de lo que hace. No hay otra forma de obtener un presupuesto más competitivo o más barato.
El país ya sabe lo que cuesta preferir al postor que así se conduce. No va a insistir en adjudicar los procesos de selección a aquel que cobre menos. Sin embargo, si no pone esos límites por donde deben encausarse las ofertas corre el riesgo de volver a lo mismo o peor aún. A recibir tal cantidad de propuestas abiertamente inviables que tenga que encontrarse en la obligación de otorgarle la buena pro a una de ellas a sabiendas de que no va a terminar la prestación, la va a abandonar en medio camino o va a acabar entregándose a algún otro proveedor o contratista para que contribuya con él a solventar esos gastos que no le factura al cliente.
Si no hay rangos y precios referenciales los postores ofrecen lo que quieran. El más desesperado ofrece ese monto que sabe de sobra que no le va a alcanzar. Pero no le importa. Verá cómo se arregla. Si no cumple, los teóricos del libre mercado dirán que el Estado les aplicará sanciones y penalidades, les resolverá el contrato de ser necesario, les ejecutará sus fianzas de ser el caso y por último los enviará al Tribunal de Contrataciones para que sean inhabilitados temporal o definitivamente. Olvidan estos adalides de la teoría que eso no es lo que se quiere. Lo que se quiere es ejecutar la obra, prestar el servicio y adquirir el bien, todo ello dentro del plazo previsto sin perder tiempo en perseguir a quienes incumplen sus obligaciones para penalizarlos, sancionarlos y por último hasta para hacerlos quebrar. Para eso no está el Estado.
Si se liberan los límites aparecerán las ofertas ruinosas –esas que en condiciones normales no tienen ninguna posibilidad de tener éxito– y desaparecerán las ofertas serias que no querrán competir con aquellas otras que por el precio vil en que se presentan tendrán siempre las mayores posibilidades de ganar, de suerte tal que los principales proveedores mudarán sus intereses, como ya lo han hecho en el pasado, hacia el sector privado, siempre pujante, que aprecia y valora mejor sus esfuerzos y que contrata no al más barato sino al que más seguridades le ofrece.
Siempre hay un roto para un descosido. Siempre habrá no una sino muchas propuestas que quieran hacerse de una adjudicación a precios abiertamente por debajo de sus valores reales. Esas ofertas ni siquiera deben ser presentadas para no hacerle perder tiempo y dinero a las entidades. La única manera de evitarlas es poniendo topes, como existen hasta ahora, para que las propuestas se canalicen dentro de rangos razonables, perfectamente viables. Ojalá no sean eliminados porque son los guardianes de la seriedad con que deben conducirse estos procesos.

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