La defensa de los intereses del Estado
en la contratación pública en debate
Desde que entró en vigencia la Ley N° 26850, hace ya cerca de trece años, una preocupación creciente en la administración pública ha sido la adecuada defensa de los intereses del Estado en la equivocada creencia de que éstos se ponían en peligro como consecuencia de la revolucionaria disposición que obliga a dilucidar en última instancia en la vía arbitral todas las controversias que sobrevengan en los contratos que suscriben las entidades con sus diversos proveedores. El precepto, que se ha mantenido a lo largo del tiempo a pesar de las reiteradas críticas, en realidad constituye un significativo avance legislativo que ha colocado a la normativa sobre contrataciones públicas del Perú a la vanguardia del derecho administrativo al punto que, de un lado, académicos, analistas y estudiosos de todo el mundo se interesan cada vez más en sus detalles, características y resultados, y, de otro, ha posicionado al país en un lugar expectante en el concierto de naciones y a Lima en particular entre las ciudades más recomendables como sede internacional de arbitrajes.
Son las contradicciones con que la vida nos enfrenta. Una norma que sólo recoge aplausos y parabienes afuera, sobrevive aquí a salto de mata siendo combatida ferozmente ya no sólo por algunos sectores del Estado sino ahora también por ciertos agoreros del sector privado que extrañan las formas en que se resolvían los conflictos en el pasado, cuando recurrir a los mecanismos alternativos de solución de diferencias no pasaba de ser una ilusión reservada sólo para aquellas discrepancias que se producían en el marco de los contratos financiados con créditos procedentes del exterior cuyos convenios exigían la inclusión de cláusulas arbitrales en sus respectivos textos.
¿Cuál es el meollo de la cuestión? La oposición más recalcitrante sostiene que el Estado pierde todos los arbitrajes, una frase que a fuerza de repetirla parece ganar creyentes como si fuera una verdad incontrastable. Y no lo es. Lo cierto es que el Estado cuando litiga, pierde o gana, como cualquier parte confrontada con otra en cualquier vía y en cualquier escenario. Sin embargo, la defensa de sus intereses no se circunscribe a esa circunstancia. Tiene que examinarse desde sus orígenes que evidentemente se remontan mucho más atrás, desde el momento en que se genera la necesidad de contratar.
Según el artículo 8º de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1017, las entidades elaboran un plan anual de contrataciones donde consignan todos los bienes, servicios y obras que requieren con independencia del régimen que las regula o de su fuente de financiamiento con indicación de los costos estimados y los tipos de procesos previstos para cada necesidad que, a su vez, deben estar comprendidos en el respectivo presupuesto institucional.
En la fase de programación y formulación de este presupuesto las dependencias de las entidades determinan, dentro del plazo señalado para el efecto, sus requerimientos en función de las metas establecidas y señalando sus prioridades, en concordancia con el catálogo que administra el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE), de conformidad con lo preceptuado en el artículo 6º del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, aprobado mediante Decreto Supremo Nº 184-2008-EF. Es en esta etapa en la que se originan los problemas que terminan perjudicando los intereses del Estado, específicamente en el momento de calcular el monto de la contratación sobre cuya base se determina más adelante el denominado valor referencial que no es otra cosa que el presupuesto con el que se convoca un proceso. Se le llama así pero en realidad no tiene nada de referencial porque es el monto que se apruebe por este concepto el que va a definir cuestiones fundamentales tales como la posibilidad de observar las bases ante la propia entidad o ante el OSCE y la de impugnar resultados igualmente ante una u otra instancia. Es también a partir de ese monto que se extraen límites y vallas para fijar tipos de procesos de selección, acreditar experiencias o para establecer garantías.
¿Qué ocurre si el valor referencial no está bien calculado? Pueden presentarse varias situaciones. La más simple pero de incalculables consecuencias es que una vez convocado el proceso, no haya postores. O, lo que es lo mismo –o peor todavía–, que los postores que concurran no sean los más idóneos. Sean esos que, en contubernio con algunos malos funcionarios, alientan que las licitaciones y los concursos tengan presupuestos subvaluados para ahuyentar a los proveedores más competitivos y hacerse de adjudicaciones que en condiciones normales no lograrían, con el compromiso de resarcirse de sus inevitables pérdidas por la vía de los adicionales, las ampliaciones de plazo y las contrataciones complementarias que pactan anticipadamente debajo de la mesa y muy probablemente con pingües utilidades para todos y con el perjuicio evidente de los intereses del Estado porque los bienes, los servicios y las obras que se contratan bajo estos términos naturalmente incrementan sus costos sobrepasando en exceso los niveles en los que debieron estar desde un comienzo.
Todo ello no quiere decir, en modo alguno, que los presupuestos deben ser exactos y que no puedan ser rebasados. El concepto mismo alude a un conjunto de supuestos que de confirmarse arrojarían los resultados proyectados. Si las presunciones sobre las que se elabora un presupuesto no se ratifican pues tienen que ajustarse y lo más frecuente es que se incrementen porque quienes preparan proyectos lo hacen cuidando la economía de quienes se los encargan y por tanto minimizando los costos pero siempre sobre bases absolutamente reales y confiables que sólo pueden ser contradichas en la ejecución misma de la prestación de que se trate. Es lo normal. Lo que no lo es, o lo que no debería serlo, es esa práctica perversa de elaborar presupuestos deliberadamente ficticios con el objeto de que los procesos que así se convocan queden en manos de esos truhanes que medran a costa del erario nacional.
Si los presupuestos se sinceran los intereses del Estado quedan mejor protegidos. Porque los mejores proveedores no se abstienen de intervenir en los procesos y porque ese solo hecho ya garantiza un mejor resultado o cuando menos un resultado más ajustado a la realidad, definitivamente con menos adicionales, menos ampliaciones de plazo, menos contrataciones complementarias y menos conflictos. Una costumbre frecuente en esos contratos que nacen al amparo de esas malas artes es la de convertir en controversia aquella reclamación en cuya virtud el contratista le solicita a la entidad mayores costos por cualquier causa. La entidad, en ocasiones, conviene en la procedencia de la petición pero se niega a reconocerla, a sabiendas de que hacerlo podría involucrar a sus funcionarios en problemas mayores, pero con la absoluta seguridad de que su proveedor podrá lograr su cometido por la vía del arbitraje, institución a la que se trata de utilizar para blindar esos indispensables reajustes que buscan colocar los precios en su justa dimensión.
Para establecer el valor referencial, en armonía con lo dispuesto en los artículos 27º de la LCE y 12º del Reglamento, el estudio sobre las posibilidades que ofrece el mercado debe tener presente, cuando exista información y corresponda, presupuestos y cotizaciones actualizados, siempre más de uno, que provengan de personas naturales y jurídicas vinculadas al giro o actividad materia de la convocatoria, incluyendo fabricantes, de ser el caso; precios históricos, estructuras de costos, alternativas existentes según el nivel de comercialización, descuentos por volúmenes, disponibilidad inmediata, mejoras a las condiciones de venta, garantías y otros beneficios adicionales así como vigencia tecnológica. Falta proscribir presupuestos y cotizaciones de proveedores que no participan habitualmente en esta clase de procesos y que por eso mismo carecen de todo interés y a menudo ofrecen información inexacta o desactualizada. También falta retirar precios históricos sin el necesario balance de los resultados de las contrataciones de las que formaron parte pues con frecuencia se trata de montos subvaluados que conducen a esas artimañas que al final desbordan toda previsión, precisamente lo que se quiere evitar.
El valor referencial debe incluir todos los tributos, seguros, transportes, inspecciones, pruebas y costos laborales así como cualquier otro concepto que le sea aplicable y que pueda incidir sobre el precio de los bienes y servicios a contratar, según el artículo 13º del Reglamento, pues de lo contrario el presupuesto con el que se convoque el proceso no reflejará las posibilidades reales del mercado. Para el caso de la ejecución y consultoría de obras, el artículo 14º del Reglamento, ratifica además que el valor referencial corresponderá al monto del presupuesto de obra establecido en el expediente técnico que, a su vez, identificará al nivel de detalle, partidas y sub partidas, considerando los insumos requeridos en las cantidades y precios o tarifas que se ofrezcan en las condiciones más competitivas del mercado, incluyendo los honorarios del personal propuesto, gastos generales y utilidad, de acuerdo a los plazos y características definidos en los términos de referencia.
Parte de la obligación de sincerar presupuestos exige calcular adecuadamente cada uno de estos rubros porque el impacto que tienen en el desarrollo de las distintas prestaciones es muy grande. De lo contrario, más temprano que tarde vendrán las discusiones y los pleitos, aun en aquellos procesos rodeados de la mayor transparencia posible pero que, sin embargo, adolecen de una deficiencia de origen insalvable como ésta, que termina perjudicando los intereses del Estado en la contratación pública que a todos compete defender.
domingo, 26 de junio de 2011
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