La extrema polarización que sufre la ciudadanía en el Perú cada cinco años con ocasión de la elección del presidente de la República es inaceptable como inaceptable es la proliferación de candidaturas que dispersan el voto y conducen inevitablemente al caudillismo, viejo e histórico lastre del que el país no puede librarse pese al paso de los años.
El sistema tal como está diseñado debería propiciar las alianzas y la concentración de opciones pero alienta todo lo contrario en la creencia absurda de que la definición se posterga para una segunda vuelta a la que sin embargo acceden únicamente aquellos candidatos que tienen un electorado cautivo y sólido aún cuando eventualmente ni siquiera puedan sobrepasar el veinte o veinticinco por ciento del total de votos.
Según el artículo 111º de la Constitución vigente el presidente de la República se elige por sufragio directo. Es elegido el candidato que obtiene más de la mitad de los votos, exceptuando los votos viciados o en blanco. Si ninguno de los candidatos obtiene la mayoría absoluta, se procede a una segunda elección, dentro de los treinta días siguientes a la proclamación de los resultados, entre aquellos que hubieren alcanzado las dos más altas mayorías relativas. Junto al presidente, son elegidos, de la misma manera, dos vicepresidentes. Es literalmente el mismo texto del artículo 203º de la Constitución que la precedió, la de 1979.
La anterior a esa, la de 1933, establecía en su artículo 138º, que para ser proclamado presidente de la República se requería haber obtenido la mayoría de sufragios siempre que esa mayoría no sea menor de la tercera parte de los votos válidos. Si ninguno de los candidatos alcanzaba esa mayoría, el Congreso elegía al presidente entre los tres candidatos que habían obtenido mayor número de votos válidos.
En el marco de la Constitución de 1933 no se polarizaba al electorado. O, cuando menos, no en los niveles que se han visto en los últimos años. Es verdad que el sistema colapsó en 1962 y que eso empujó a los miembros de la Asamblea Constituyente de 1978 a optar por la elección en dos vueltas que, sin embargo, en virtud de lo señalado en la tercera disposición general y transitoria de la Constitución de 1979 se difirió hasta 1985. En el proceso de 1980 sería proclamado presidente de la República el candidato que obtenga la votación más alta siempre que no sea inferior al treinta y seis por ciento del total de votos válidos. Es decir, un poco más del tercio previsto en la Carta anterior. Si ninguno de los candidatos alcanzaba esa valla, el Congreso iría a elegir entre los dos, y no tres, candidatos que tengan las dos mayores votaciones.
En 1980 no fue necesario que el Congreso elija. En la siguiente votación en 1985 no fue necesaria una segunda vuelta porque quien llegó segundo, visto los resultados, tuvo el buen tino de renunciar a ese derecho. De allí en adelante, todas las demás elecciones con dos vueltas han polarizado al país: 1990, 2001, 2006 y 2011. En el recuento no puede considerarse por razones obvias los procesos de 1995 y del 2000. ¿Es pertinente persistir en este sistema? ¿No es preferible volver al esquema de la Constitución de 1933 o quizás, mejor todavía, al de la tercera disposición general y transitoria de la Constitución de 1979? ¿Para qué seguir exponiendo a la ciudadanía?
Resulta indispensable elevar los requisitos para formar partidos políticos o para presentar candidatos a la presidencia y al Congreso de la República. No hay que fomentar el pluripartidismo excesivo. Eso le hace daño al país. Hay que alentar la conformación de alianzas que traten de alcanzar el poder en las elecciones directas y no a través de la elección por el Congreso. Si no lo logran, el presidente sería elegido en el Parlamento a través de la constitución de una alianza sólida que logre la mayoría en el Congreso y se comprometa a dotarle del soporte que el Ejecutivo requiere para gobernar.
De lo contrario, seguiremos padeciendo cada cinco años etapas de inestabilidad política, económica y social que a nada conduce.
domingo, 5 de junio de 2011
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