lunes, 10 de agosto de 2020

El arbitraje de duración predeterminada

DE LUNES A LUNES

 

Hace algunos años en un evento internacional un expositor explicaba las ventajas de los arbitrajes de corta duración y encandiló a una parte significativa de la audiencia ávida de rapidez y eficiencia en la solución de sus conflictos. Un árbitro curtido, sin embargo, le salió al frente y le enmendó la plana haciendo añicos su propuesta con argumentos tan respetables como aquel de que cada proceso tiene su historia y que no se puede adelantar a priori el tiempo de las actuaciones arbitrajes habida cuenta que en algunos casos sólo las pruebas pueden durar mucho más de lo que pueda preverse razonablemente.

El artículo 34 de la Ley de Arbitraje Peruana vigente, promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, modificada por el Decreto Legislativo 1231 y por el Decreto de Urgencia 20-2020, estipula, por de pronto, en el inciso 1, que las partes pueden determinar libremente las reglas a las que se sujeta el tribunal en sus actuaciones y que a falta de acuerdo o de un reglamento aplicable, los árbitros decidirán lo que consideren más apropiado teniendo en cuenta las circunstancias del caso. En el numeral 4 del mismo artículo 34, que consagra la libertad de regulación de las actuaciones, se le faculta al tribunal a ampliar los plazos que haya establecido para las actuaciones incluso en la eventualidad de que éstos estuvieran vencidos.

Si las partes pueden definir las reglas también pueden perfectamente establecer un tiempo máximo de duración del arbitraje. Los bemoles, empero, aparecen desde el principio. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Necesariamente habría que fijar ese plazo en el contrato, como en efecto ocurre en algunos casos. De lo contrario, a la hora que salta la discrepancia, es obvio que las partes no se van a poner de acuerdo en nada, menos en el tiempo en el que una debe acogotar a la otra, que es lo que sucede utilizando un término meramente ilustrativo, porque en la práctica siempre es uno el que reclama y otro el que niega el reclamo. Este último no va a estar a favor de ningún plazo para que le caiga la guillotina y más bien va a estar más proclive a extender y dilatar las actuaciones lo más que se pueda.

En segundo lugar, me animaría a pensar que habría que fijar un número máximo de recusaciones que puedan interponerse para la hipótesis de que algunas de ellas hayan sido previamente declaradas infundadas. Me arriesgaría a sostener que no deberían presentarse más de tres recusaciones si es que esas tres fueron sucesivamente declaradas infundadas. Conozco casos de procesos en los que una parte, como siempre, sólo se dedica a dilatar y entorpecer las actuaciones con recusaciones maliciosas y abiertamente improcedentes ante la pasividad de los árbitros y la impotencia de otras autoridades. Esas prácticas tienen que ser cortadas de raíz y con la suficiente energía como para desalentar a algunos operadores para que no se siga reincidiendo en ellas.

Al mismo tiempo, sería pertinente señalar en la cláusula arbitral respectiva que en ninguna circunstancia una recusación interrumpirá el desarrollo de las actuaciones. Es cierto, que el acápite 4 del artículo 28 de la Ley refiere que el trámite de recusación no suspende el arbitraje, salvo cuando así lo decidan los árbitros. No menos cierto es que en la gran mayoría de veces, éstos optan por paralizar lo que quizás les ahorre algún esfuerzo, en las raras ocasiones en que resulta fundada, pero a las partes les ocasiona un perjuicio tremendo, en la abrumadora mayoría de oportunidades en que se presentan estos artilugios. No hay que confiarse en la norma, hay que pactar que no se suspenderán las actuaciones por efecto de las recusaciones. Hay que hacerlo igualmente con mucho énfasis para evitar que los procesos se extiendan ilimitadamente y pierdan su eficiencia y rapidez. Y si no puede acordarse ello, pues habrá que incorporarlo en la normativa con un énfasis superlativo.

Según el inciso 1 del artículo 42 de la Ley el tribunal decide si han de celebrarse audiencias para la presentación de alegaciones, para las pruebas y para la emisión de conclusiones, o si las actuaciones serán solamente por escrito. Acto seguido, empero, acota que el tribunal celebrará audiencias en la fase apropiada de las actuaciones, a petición de una de las partes, a menos que ellas hubiesen convenido que no se celebrarán audiencias. Las partes, sin duda, puede acordar celebrar algunas y cualquier otra pero sólo si así lo decidan ambas y no solo a solicitud de una de ellas. Naturalmente, el litigante que quiera prorrogar el pleito hasta las calendas griegas no dudará en pedir cuanta audiencia se le ocurra con tal de lograr su propósito. Esa pésima costumbre hay que proscribirla.

El numeral 1 del artículo 44 prevé que el tribunal arbitral puede nombrar, por iniciativa propia o a solicitud de alguna de las partes, uno o más peritos para que dictaminen sobre materias concretas. Se deduce que se trata de una facultad discrecional del colegiado -a juzgar por la redacción opcional- que puede negarla aun en el caso de que una de las partes lo haya pedido. Luego agrega que requerirá a cualquiera de las partes -se entiende que si lo estima útil al proceso- para que facilite al perito toda la información pertinente presentando los documentos u objetos necesarios o facilitando el acceso a éstos.

Después de entregado el dictamen pericial, el tribunal arbitral por propia iniciativa o a iniciativa de parte, convocará al perito a una audiencia en la que las partes, directamente o asistidas de otros peritos, podrán formular sus observaciones o solicitar que sustente la labor que ha desarrollado, salvo acuerdo en contrario de las partes, sentencia el acápite 2 del mismo artículo. Las partes pueden haber convenido en que no haya audiencia de debate pericial o que si alguna de ellas la pide, el tribunal no se encuentre obligado a convocarla y que lo haga solo si lo considera indispensable para aclarar algún aspecto que le interesa dilucidar.

El último inciso de este artículo dispone que las partes pueden aportar dictámenes elaborados por peritos libremente designados por ellas mismas, salvo acuerdo en contrario. Pues bien, si las partes convienen en no permitir pericias contratadas unilateralmente deben señalarlo en la cláusula arbitral para que no quede duda de ello. Una variante es dejar a salvo la facultad de solicitar esas pericias y que el tribunal sea quien decida si se acepta o no. Pero no dejar al libre albedrío de una parte que pueda aportar dictámenes sobre dictámenes y exigir audiencias múltiples e inacabables para escuchar sus disertaciones cuyo único fin que estirar el proceso al máximo.

Este repaso de algunas disposiciones de la Ley de Arbitraje no tiene otro objeto que poner en evidencia que la propia normativa faculta a recortar los tiempos a efectos de llegar a un arbitraje de corta duración. Si a eso se añade la decisión de adoptar un plazo máximo que puede consignarse en la cláusula arbitral o en la normativa específica de contratación pública, lo que es perfectamente legítimo, lo agradecerán esta vez contratistas, proveedores y postores de distinta índole. Es hora de legislar a favor de quienes piden justicia.

EL EDITOR

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