lunes, 26 de noviembre de 2018

La perversa práctica de dilatar los arbitrajes


DE LUNES A LUNES

Según una información equivocada, que a fuerza de repetirse pretende convertirse en real, el Estado pierden el setenta por ciento de los arbitrajes en materia de contratación pública. La verdad es que los tribunales arbitrales les ordenan pagar el 43 por ciento de lo que sus contratistas les reclaman. Eso quiere decir, que dejan de pagar nada menos que el 57 por ciento, una cifra que revela que las entidades se defienden mucho mejor de lo que se piensa, considerando además que son demandadas en el 95 por ciento de los casos, entre otras razones, porque cuando quien incumple sus obligaciones es el proveedor, el Estado tiene hasta cinco medidas que puede adoptar contra él, sin tomarse la molestia de llevarlo a un arbitraje: le deja de pagar, le aplica las penalidades previstas, le resuelve el contrato, le ejecuta las fianzas y por último, lo lleva al OSCE para que lo inhabiliten.
Ese 43 por ciento, sin embargo, debe bajar todavía más si la estadística pudiera recoger lo que en efecto pagan las entidades. Lo habitual es que, una vez emitido el laudo, el Estado invariablemente interpone el recurso de anulación que sólo cabe contra cuestiones de forma y no de fondo, pero que se ha distorsionado hasta convertirse en una segunda instancia con lo que se termina judicializando la reclamación que desde 1998 se retiró de la competencia judicial para llevarla a la arbitral. Con el paso de los años se ha vuelto a lo mismo.
Desafortunadamente eso no es lo único que ocurre. A lo largo del proceso es frecuente la presentación de recursos de reconsideración contra cualquier decisión arbitral que pueda interpretarse como desfavorable a la entidad, la queja contra los árbitros que la suscriben y la posterior recusación contra ellos mismos que paraliza el proceso durante largos períodos.
Tales artilugios lo único que pretenden es dilatar los arbitrajes lo más que se pueda para rehuir la discusión de los puntos controvertidos y, de paso, intentar que sea una nueva administración la que tenga que enfrentarlos.
En este escenario en la gran mayoría de los casos sólo progresan los arbitrajes amañados, aquellos en los que se confabulan funcionarios, proveedores y árbitros, en los que se inventan deudas inexistentes y en los que el proceso fluye muy rápido, sin mayores incidentes, se lauda muy pronto y las partes cobran de inmediato porque, al final, se trata de un botín que se reparten entre todos. Los arbitrajes serios que entablan los contratistas a los que se les ha negado injustamente un derecho no tienen, desde luego, esa suerte. Caminan por senderos tortuosos y se enfrentan con múltiples inconvenientes.
Algunos funcionarios públicos olvidan, por ejemplo, que sólo pueden recusar a los árbitros, conforme a lo indicado en el inciso 3 del artículo 28 de la Ley de Arbitraje – Decreto Legislativo 1071, “si concurren en él circunstancias que den lugar a dudas justificadas sobre su imparcialidad o independencia, o si no posee las calificaciones convenidas por las partes o exigidas por la ley.”
Emitir una resolución en contra de una de las partes o que una de las partes no la comparte, evidentemente no constituye una causa para recusar a un árbitro, al punto que el inciso 5 del artículo 29 categóricamente señala que “no procede recusación basada en decisiones del tribunal arbitral emitidas durante el transcurso de las actuaciones arbitrales.” Hacerlo contraviene abiertamente la obligación de las partes de “observar el principio de la buena fe en todos sus actos e intervenciones en el curso de las actuaciones arbitrales y a colaborar con el tribunal arbitral en el desarrollo del arbitraje” a que se refiere el artículo 38.
EL EDITOR

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