domingo, 20 de mayo de 2018

¿Se puede conciliar dentro del arbitraje?

DE LUNES A LUNES

(Desde Medellín, Colombia)
En una reciente entrevista se me preguntó si estimaba posible que en un arbitraje regulado por la Ley 30225 el tribunal acepte el planteamiento que eventualmente formulen las partes para dar por terminado de mutuo acuerdo el proceso, aún en el caso de que hubieran tenido previamente una conciliación que pese a todos los esfuerzos no llegó a solucionar ninguna discrepancia.
Una primera gran cuestión a dilucidar es si el tribunal puede o no fomentar la conciliación entre las partes. Hay quienes consideran que los árbitros son designados para analizar las pretensiones de la demanda y la reconvención que hubiere así como las alegaciones de las partes a efectos de administrar e impartir justicia con arreglo a ley, más aún en el ámbito de las contrataciones públicas en el que no se pueden escapar de los márgenes que establece la norma. Para quienes defienden esta posición, la etapa de la conciliación es otra y se presenta antes de empezar el arbitraje, proceso este último que sólo se plantea, dicho sea de paso, sobre aquellas pretensiones que no fueron materia del acuerdo al que pudo haberse arribado o sobre todas las que se reclaman en la hipótesis de que hubiere acabado sin ninguna transacción.
Estos mismos expertos admiten una variante que permite organizar una conciliación o abrir o reabrir una etapa de negociación directa cuando el arbitraje está en trámite. Pero para que proceda esta alternativa las partes deben convenir en suspender el arbitraje por un plazo específico que obviamente puede prorrogarse. Si se resuelven todas las desavenencias pues se acaba el pleito y no hay más reclamos que atender ni arbitraje que reiniciar.
Para otros especialistas el arbitraje es un eslabón más del sistema de solución de controversias, el más importante y definitivo, sin duda.  Precisamente por ello no tiene límites en sus alcances y prerrogativas más allá del marco normativo que le resulte aplicable. En ese contexto debe ser permeable a cualquier fórmula destinada a concluir las diferencias tanto así que incluso bajo el imperio de la Ley de Contrataciones del Estado, las actas de las audiencias de instalación de los tribunales incluyen un apartado destinado a dejar constancia de la invitación que se les hace a las partes para que opten por una conciliación, dejando abierta la posibilidad de que lo hagan más adelante.
De ordinario es una nota sin mayor relevancia justamente porque no se elige el camino que ella misma propone, al menos en el ámbito de la contratación pública, en la mayoría de las veces por la conocida reticencia de las autoridades a transigir con sus proveedores, tendencia que –como lo vengo sosteniendo reiteradamente– debería haber empezado a cambiar desde el 3 de abril del 2017, fecha en que entró en vigencia la norma que sanciona al funcionario que extiende y encarece una reclamación pese a estar convencido y pese a tener los informes técnicos y legales que le indican que su posición no tiene futuro. Ahora, en estas situaciones, se le conmina a conciliar en la ocasión más temprana que se le presente.
Al acuerdo puede llegarse dentro del proceso en curso, auspiciado por los árbitros, o fuera del proceso, con conocimiento de los árbitros o a sus espaldas. En cualquier caso, una vez arribado a él, las partes pueden entregárselo al tribunal formalmente, transcrito en un documento, solicitándole que lo homologue y lo convierta en laudo, lo que le dará peso y fuerza propia y le permitirá ser ejecutado como si fuera una sentencia consentida. También pueden desistirse del arbitraje e informarle al tribunal que han llegado a una transacción y que ya no tienen nada que reclamarse.
En los últimos años se había extendido la práctica de reportar informalmente al tribunal que las partes se encontrarían satisfechas con un laudo que recoja determinadas decisiones que discretamente les soplaban a la oreja a los árbitros para que éstos evalúen si correspondía recogerlas en su pronunciamiento final, sin especificar su origen, como si fueran medidas adoptadas por ellos mismos. Eso permitía acabar más rápidamente con el proceso, evitaba mayores deliberaciones y hacía viable la expedición de un laudo que no iba a ser impugnado por las partes.
No era, sin embargo, lo óptimo porque se prestaba a malas interpretaciones y fomentaba reuniones extraoficiales entre partes y árbitros que podían ser entendidas como formas de burlar el mandato imperativo de la ley y la obligación de conservar la confidencialidad del proceso. Ese peligro evidente también inspiró la necesidad de cambiar el enfoque de la norma para alentar abiertamente la conciliación en todo momento y de premiar a aquellos que solucionan conflictos en lugar de propiciarlos y alargarlos absurda y maliciosamente.
En el nuevo escenario, por consiguiente, es perfectamente posible que se promueva una conciliación una vez iniciado un arbitraje. No hay que suspenderlo ni retrotraerlo a ninguna etapa previa. Si prospera, en buena hora. Y si hay que incorporarlo al laudo, que así se haga. Pero es preferible que quede constancia de todo. Con la debida transparencia.
EL EDITOR

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