El sétimo párrafo del artículo 52° de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), promulgada mediante Decreto Legislativo N° 1017, obliga al Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE) a publicar, en cumplimiento del principio de transparencia, los laudos y actas y a “su utilización para el desarrollo de estudios especializados”.
La disposición es muy importante pero no es nueva. Primero se facultaba al antiguo CONSUCODE a publicar los laudos y actas de conciliación, conforme lo consigna el sexto párrafo del artículo 53.2 del TUO de la Ley N° 26850 aprobado mediante Decreto Supremo N° 012-2001-PCM. Posteriormente, la publicación de esos documentos pasó a ser obligatoria en el sexto párrafo del mismo artículo 53.2 del TUO aprobado mediante Decreto Supremo N° 083-2004-PCM. En ambos casos, sin embargo, se hacía referencia a “los laudos y actas de conciliación”, esto es, a los documentos con los que se pone término a los respectivos procesos, arbitrales o de conciliación. En la norma vigente, como queda anotado, se hace expresa referencia a “los laudos y actas”, sin identificar o precisar de qué tipo de actas se trata. Puede pensarse que existe obligación de publicar no sólo las actas de conciliación, con las que concluye este proceso, sino también las actas de instalación, de fijación de puntos controvertidos, de pruebas, de pericias, de alegatos o de otras que pudiera haber, todas ellas dentro de un arbitraje.
El OSCE –que sustituye al CONSUCODE-, sin embargo, se ha limitado desde un principio, a publicar sólo los laudos arbitrales y con ciertas dificultades porque no todos los obligados cumplen con la exigencia de remitírselos. No hay una sola acta de conciliación publicada. Ni qué decir de otras actas. No porque no existan estas últimas sino porque no son remitidas ni por las entidades, ni por los contratistas ni por los árbitros. Las que no deben existir son las de conciliación. O, mejor dicho, deben existir muy pocas.
La segunda parte del primer párrafo del artículo 231° del Reglamento de la LCE, aprobado mediante Decreto Supremo N° 184-2008-EF, preceptúa que “el laudo, así como sus correcciones, integraciones y aclaraciones deberán ser remitidos al OSCE por el árbitro único o el presidente del tribunal arbitral en el plazo de cinco (5) días hábiles de notificado para su registro y publicación.” El tercer párrafo del mismo artículo establece que “cuando se interponga recurso de anulación contra el laudo, la parte impugnante deberá cumplir con comunicar y acreditar ante el árbitro único o el tribunal arbitral la interposición de este recurso dentro de los cinco (5) días hábiles siguientes de vencido el plazo correspondiente; en caso contrario se entenderá que el laudo ha quedado consentido en sede arbitral.”
Esta disposición tampoco se cumple y es frecuente que la parte que no ha impugnado tome conocimiento de la interposición del recurso cuando éste se encuentra en pleno trámite, cuando la Corte le corre traslado de conformidad con el artículo 74º de la antigua Ley General de Arbitraje Nº 26572 o del inciso 3 del artículo 64º de la vigente Ley de Arbitraje, promulgada mediante Decreto Legislativo Nº 1071. Al OSCE habitualmente sólo le notifican con lo resuelto por el Poder Judicial, según lo preceptuado en el cuarto párrafo del citado artículo 231º del Reglamento, que indica que “las sentencias que resuelvan de manera definitiva el recurso de anulación deberán ser remitidas al OSCE por la parte interesada en el plazo de diez (10) días hábiles de notificadas para su registro y publicación. Los representantes de las partes deberán cumplir con dicha obligación bajo responsabilidad.”
En los arbitrajes regulados por la Ley de Arbitraje, no existe ninguna obligación respecto a la publicidad de actuaciones y laudos, sino una expresa exigencia a favor de la reserva y del secreto que envuelve a todo el proceso, tanto así que el inciso 1 del artículo 51º de esta última dispone que “salvo pacto en contrario, el tribunal arbitral, el secretario, la institución arbitral y, en su caso, los testigos, peritos y cualquier otro que intervenga en las actuaciones arbitrales, están obligados a guardar confidencialidad sobre el curso de las mismas, incluido el laudo, así como sobre cualquier información que conozcan a través de dichas actuaciones, bajo responsabilidad.”
El inciso 2 del mismo artículo 51º agrega que “este deber de confidencialidad también alcanza a las partes, sus representantes y asesores legales, salvo cuando por exigencia legal sea necesario hacer público las actuaciones o, en su caso, el laudo para proteger o hacer cumplir un derecho o para interponer el recurso de anulación o ejecutar el laudo en sede judicial.”
Ello, no obstante, el inciso 3 consigna una salvedad al admitir que “en todos los arbitrajes regidos por este Decreto Legislativo en los que interviene el Estado peruano como parte, las actuaciones arbitrales estarán sujetas a confidencialidad y el laudo será público, una vez terminadas las actuaciones.”
Es verdad que la Ley de Arbitraje, de conformidad con lo dispuesto en su artículo 1º, “se aplicará a los arbitrajes cuyo lugar se halle dentro del territorio peruano, sea el arbitraje de carácter nacional o internacional; sin perjuicio de lo establecido en tratados o acuerdos internacionales de los que el Perú sea parte o en leyes que contengan disposiciones especiales sobre arbitraje, en cuyo caso las normas de este Decreto Legislativo serán de aplicación supletoria.” No prevalece, por consiguiente, sobre la LCE.
Cabe preguntarse, sin embargo, las razones para un tratamiento tan diferente y contrapuesto en materia de publicidad y confidencialidad entre una y otra norma y de intentar explicarse si todo se reduce a la presencia del Estado, a través de sus respectivas reparticiones, en uno y otro caso.
No por nada, el inciso 3 del artículo 51º de la Ley de Arbitraje admite que el laudo arbitral en los procesos en los que interviene el Estado sea público aún cuando todas sus actuaciones estén sujetas a la reserva con la que reviste a todos los demás arbitrajes, con lo que de alguna forma coincide con lo dispuesto en la LCE.
El principio sobre el que se sustenta esa opción legislativa es aquel que recuerda, en resumen, que “los asuntos del Estado interesan a todos y los asuntos de los particulares sólo a los particulares.” La verdad, empero, no se reduce siempre a ese aserto. Es cierto que en ocasiones en los arbitrajes se discuten y ventilan procedimientos industriales, secretos de fábrica y otros detalles que de ser difundidos podrían eventualmente poner en manos de la competencia de unos las claves de la producción de otros perjudicándolos a estos últimos de manera irreversible. No menos cierto es que la difusión de un proceso que confronta una determinada empresa que cotiza en bolsa podría poner en riesgo el precio de sus acciones y ni qué decir de la difusión de laudo que la puede condenar al pago de una fuerte suma de dinero que debilitará considerablemente sus finanzas.
La confidencialidad en el primer ejemplo pretende proteger las fórmulas y procedimientos debidamente patentados. En el segundo caso aspira a ocultar información fundamental que en realidad debería ser del dominio de accionistas, potenciales compradores e interesados en general. Si las partes no desean que sus desavenencias sean conocidas resulta indispensable que las resuelvan en trato directo o conciliándolas sin la intervención de terceros o sin someterlas a un proceso arbitral. Cuando menos si el Estado está de por medio, habida cuenta de que, como queda dicho, allí donde éste interviene, las actuaciones podrán estar sujetas a la reserva pero no el laudo, que deberá ser difundido.
Modernamente, sin embargo, el Estado, no sólo a través de las distintas reparticiones de la administración pública sino de sus propias empresas –cuyo número, giro y actividades varía según el modelo económico que cada país adopte–, puede encontrarse involucrado en arbitrajes en los que se discutan esos secretos industriales o que se pongan en riesgo cotizaciones de bolsa de forma tal que su sola presencia no necesariamente debería obligar a difundir la existencia de los procesos, sus actuaciones y la forma en que concluyen, como tampoco su ausencia debería obligar a guardar absoluta reserva sobre esos detalles.
Un ejemplo ilustrativo, para concluir, en materia de contratación pública: El proceso arbitral que le entabla al Estado un contratista por enriquecimiento indebido derivado de la negativa de una determinada entidad de reconocer ciertos adicionales de obra ejecutados en su momento y que no puede reclamar por otro concepto, ¿puede o no ser divulgado? Su sola difusión podría alentar a otros contratistas, en condiciones absolutamente iguales, a emprender idénticos procesos y a poner a la respectiva repartición de la administración pública en el riesgo inminente de tener que repetir el desembolso al que puede haber sido condenada, en forma ilimitada. ¿Eso es correcto o no?
Todo parece indicar que es correcto para proteger o hacer cumplir un derecho, excepción a la que alude directamente el inciso 2 del artículo 51º de la Ley de Arbitraje. Y en este caso la divulgación no sólo alcanza al laudo sino a todas las actuaciones practicadas dentro del respectivo proceso.
domingo, 10 de julio de 2011
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