domingo, 14 de diciembre de 2025

Hay que evitar la caducidad maliciosa de las medidas cautelares

DE LUNES A LUNES

La Ley de Arbitraje promulgada mediante Decreto Legislativo 1071 establece que se pueden solicitar medidas cautelares ante el propio tribunal arbitral una vez constituido éste y antes de que se constituya ante la autoridad judicial. En este último caso, sin embargo, crea un par de exigencias que no parecen las más acertadas.

En efecto, el numeral 4 del artículo 47 de la Ley de Arbitraje obliga a la parte que obtenga una medida cautelar fuera de proceso –fuera del proceso arbitral que está por emprender–, expedida por una autoridad judicial, a iniciar el arbitraje dentro de los diez días siguientes, si no lo hubiere hecho con anterioridad. Acto seguido agrega que si no inicia el arbitraje dentro de ese plazo de diez días o habiendo cumplido con hacerlo, no se constituye el tribunal arbitral dentro de los noventa días de dictada la medida, ésta caduca de pleno derecho. Los noventa días subraya el precepto se cuentan desde que se emitió la cautelar. No desde que se solicitó el arbitraje. No son pues plazos subsecuentes o encadenados. No es que uno empieza cuando termina el otro. Los dos arrancan al mismo tiempo, de forma tal que se tiene hacer la petición dentro del primer plazo y constituir el tribunal dentro del segundo que subsume al primero.

No basta por tanto con iniciar el arbitraje. Esto es, no basta con formular la petición y eventualmente designar a un árbitro si es que la cláusula de resolución de controversias o la norma aplicable así lo estipula. Si no inicia el arbitraje o si habiéndolo iniciado no se constituye el tribunal arbitral dentro de los noventa días de dictada la medida, no de iniciado el arbitraje, la medida cautelar caduca, desaparece y la parte que la obtuvo queda tan desamparada o peor de lo que estaba cuando recurrió a la autoridad judicial, a la que recurrió precisamente porque la constitución del tribunal arbitral toma su tiempo y probablemente el derecho que aspira a cautelar podría encontrarse vulnerado irremediablemente si espera que ello ocurra para recién entonces solicitar sus garantías.

Quizás para la parte que presa del apremio logra una medida judicial sea posible formular su petición dentro de esos primeros diez días, que son hábiles según lo preceptuado en el literal c) del artículo 12 de la misma Ley de Arbitraje. De esa misma parte, sin embargo, no depende la constitución del tribunal arbitral. Esos noventa días hábiles pueden ser consumidos de manera deliberada por una contraparte manifiestamente hostil que podría petardear y obstaculizar la conformación del colegiado con articulaciones y artilugios diversos, bastando para ello con recusar sistemáticamente a los árbitros que proponga el demandante o, para introducir una variante, al que propongan los árbitros de cada parte para que se desempeñe como presidente. Lo dijimos en el  2016 (PROPUESTA 460).

Lo repetimos en el 2022 cuando señalamos que con frecuencia la constitución del tribunal demora no por responsabilidad atribuible al demandante sino por deliberada acción del demandado que, consciente de que no tiene ninguna posibilidad de salir bien librado del proceso, se empeña en obstaculizarlo todo. Entonces sostuvimos que sería muy recomendable ajustar la redacción de la norma para que caduque de pleno derecho la medida cautelar si no se constituye el tribunal arbitral dentro de los mismos noventa días de haberse dictado pero por causas atribuibles directamente a la parte que la solicitó, porque si, como queda dicho, la que dilata y hace lo imposible para crear sucesivos inconvenientes que impiden que el proceso pueda proseguir con su trámite es la parte contra la que se expide la medida, dejarla sin efecto sería, como que es, un premio a su conducta y no una sanción que es lo que realmente merece (PROPUESTA 761).

Volvimos a tocar el tema este año al indicar que los plazos nos parecían cortos especialmente para la constitución del tribunal porque una parte renuente o en permanente rebeldía puede recusar reiteradamente a los árbitros que designa la otra o al presidente o, incluso, formular otra serie de articulaciones con el exclusivo propósito de dilatar el inicio de las actuaciones y de consumir esos noventa días y lograr el objetivo de dejar sin efecto la cautelar y traerse abajo todo lo avanzado (PROPUESTA 882).

El análisis en ninguna de esas oportunidades ha considerado que una vez formulada la petición de arbitraje la institución encargada se toma su tiempo para admitirla y correr traslado a la otra parte para que la absuelva en los términos que crea conveniente y designe a un árbitro, para cuyo efecto dispone de un plazo de quince días hábiles. Si ese segundo árbitro es elegido expresamente para provocar la reacción de quien empieza el proceso, debe ser legítimamente recusado. El árbitro recusado dispone de diez días hábiles para manifestar lo que estime pertinente. Este plazo se cuenta desde que es notificado con la recusación. Es muy probable que la institución arbitral tenga que celebrar una audiencia para escuchas las alegaciones de quien recusa y de quien es recusado y luego pronunciarse.

Independientemente del resultado de esta maniobra el demandado puede continuar designando árbitros que no cumplan con los requisitos más elementales de independencia e imparcialidad solo para provocar nuevas recusaciones y seguir dilatando el proceso. De ahí la importancia de precisar que el plazo de noventa días a cuyo vencimiento caduca la cautelar si no se ha constituido el tribunal arbitral se aplique para los casos en los que ello sucede por causas atribuibles a quien lo solicita.

Hay una medida que yo propuse y que rige para los arbitrajes en materia de contratación pública y que está recogido en el artículo 340.7 del Reglamento de la Ley General de Contrataciones Públicas, aprobado mediante Decreto Supremo 009-2025-EF. Si una parte acumula tres recusaciones que se declaran infundadas en un mismo arbitraje, sean continuas o no, ya no puede interponer una nueva recusación en el mismo arbitraje. Debería traslaparse a la Ley de Arbitraje en retribución a las excelentes normas con que las contrataciones del Estado se han beneficiado reproduciendo o aplicando las de ella.

Hay otra que debería considerarse y que está parcialmente incluida en el numeral 340.6 del mismo Reglamento que pretende castigar las resoluciones manifiestamente temerarias o de mala fe entre las que necesariamente están comprendidas esas que provoca el demandado que designa árbitros que inevitablemente tienen que ser recusados por falta de independencia o imparcialidad. Si hace tres designaciones cuyas recusaciones son declaradas fundadas ya no debería hacer ninguna nueva designación y la institución arbitral sustituirlo y elegir a un árbitro en su defecto. Por no haber ejercido cabalmente el derecho que le asiste.

La disposición no dice eso. Se limita a facultar a los centros que resuelven recusaciones manifiestamente temerarias o de mala fe, formuladas por funcionarios o por profesionales que ejercen la defensa de alguna de las partes, para que comunique estos hechos a las instituciones públicas o colegios profesionales para que adopten las medidas a que hubiere lugar en el ámbito de su competencia, sin perjuicio de las acciones previstas en los reglamentos internos de cada centro. Es una salida claramente insuficiente.

Con el mismo énfasis con que se sanciona al que hace uso abusivo de su derecho a recusar se debe sancionar al que hace uso abusivo, temerario y de mala fe, de su derecho a designar un árbitro, eligiendo a quien no cumple con los requisitos más elementales para desempeñarse como tal. Para cerrar el círculo e impedir que la norma sea empleada para petardear el proceso y evitar que el arbitraje sea, como en efecto es, un medio rápido y eficaz de solución de controversias.

Si no se adopta esta medida en contrataciones públicas la parte que actúa maliciosamente al encontrarse impedida de recusar sin motivo alguno en más de tres ocasiones optará por designar en forma sucesiva a quienes no puedan ser árbitros. Por de pronto no tiene ninguna restricción para hacerlo ni en contrataciones del Estado ni en el arbitraje comercial o de inversiones. Hay que adelantarse a los hechos y ponerle un límite al abuso.

Queda por aclarar finalmente las razones que inspiraron al legislador para ponerle esa espada de Damócles sobre la cautelar. Supuestamente obedece al carácter provisional de la medida, siempre sujeta a lo que se decida en el arbitraje. La verdad, sin embargo, es que una vez instalado el tribunal la parte que obtuvo la cautelar la incorpora al proceso a efectos de que el derecho que garantiza o el riesgo que evita no se vean afectados. El colegiado suele extender su vigencia durante todo el tiempo que dure el arbitraje o mientras sea necesario con lo que su carácter transitorio solo rige durante la etapa pre arbitral condicionada a la constitución del tribunal. Podría eliminarse o aumentarse el plazo. No obstante, lo fundamental, desde mi punto de vista, antes de embarcarse en una discusión académica sobre la conveniencia o procedencia de obviar o incrementar el tiempo en el que está vigente la medida, es defender el arbitraje ampliando la prohibición de formular más de tres recusaciones infundadas en un mismo proceso y prohibiendo también más de tres designaciones manifiestamente indebidas. De esa manera se protegen las cautelares, sin ninguna duda.

Ricardo Gandolfo Cortés

domingo, 7 de diciembre de 2025

Resolución de un contrato de supervisión por caso fortuito o fuerza mayor

Mediante la Opinión 157-2018-DTN de fecha 21 de setiembre de 2018 el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado –que este año también estrena nueva denominación– absolvió algunas consultas formuladas por el Servicio Nacional de Capacitación para la Industria de la Construcción (SENCICO) sobre el plazo de ejecución y sobre la resolución de un contrato de supervisión de obra.

El documento es muy útil porque reproduce conceptos generales aplicables a toda clase de procedimientos de selección y a toda clase de contratos que, una vez perfeccionados, obligan al contratista a ejecutar las prestaciones pactadas en favor de la entidad y a ésta a pagar la contraprestación acordada. Acto seguido advierte que pese a que el cumplimiento recíproco y oportuno de las prestaciones pactadas es lo esperado, ello no siempre se verifica durante la ejecución contractual porque alguna de las partes puede encontrarse imposibilitada de cumplirlas.

En tal eventualidad la normativa ha previsto que se pueda resolver el contrato por caso fortuito o fuerza mayor que torne imposible la ejecución de las prestaciones acordadas. Hay un agregado que se reproduce en la mayoría de leyes que condiciona la resolución por caso fortuito o fuerza mayor a que esa imposibilidad sobreviniente sea definitiva, es decir, que no se pueda continuar con el contrato de ninguna manera.

La definición que recoge el artículo 1315 del Código Civil, sin embargo, no exige esa condición. El caso fortuito o de fuerza mayor, taxativamente, es un evento extraordinario, imprevisible e irresistible que impide la ejecución de la obligación o determina su cumplimiento parcial, tardío o defectuoso. Ello, no obstante, la legislación sobre contratación pública se queda en el evento que impide la ejecución de la obligación, omitiendo la posibilidad de que el contrato también pueda resolverse cuando la obligación se cumpla en forma parcial, tardía o defectuosa. Es más, de manera consistente la parte que solicita la resolución debe probar el caso fortuito o la fuerza mayor y en adición a eso debe probar igualmente la imposibilidad de continuar con la ejecución del contrato. La Dirección Técnico Normativa del OSCE (hoy OECE) advierte que si el proveedor no puede probar la imposibilidad de continuar con la prestación a su cargo de manera definitiva, no podrá resolver el contrato amparándose en la figura del caso fortuito o fuerza mayor.

El documento, de otro lado, recuerda que durante la ejecución de una obra debe contarse en forma directa y permanente con un inspector o con un supervisor, en este último caso si su valor es igual o superior al monto establecido en la Ley Anual de Presupuesto del Sector Público. Si bien el contrato de supervisión es independiente del contrato de ejecución de obra, en tanto constituyen relaciones jurídicas independientes, ambos se encuentran directamente vinculados en virtud de la naturaleza accesoria que tiene el primero respecto del segundo, lo que determina por lo general que los eventos que afectan la ejecución de la obra también afectan las labores de la supervisión.

Por ello, en virtud de la vinculación que existe entre la ejecución y la supervisión la entidad puede resolver el contrato de supervisión cuando se resuelva el contrato de ejecución y también puede resolverlo cuando el contrato de supervisión comprenda la liquidación de la obra y el contrato de la obra no se haya resuelto pero su propia liquidación esté sometida a arbitraje. El documento pone énfasis en que el plazo de la supervisión debe estar vinculado a la duración de la obra. Si lo que está en arbitraje es la liquidación, eso presupone que la ejecución misma de la obra ya ha concluido. Y si ha concluido, es pertinente agregar, ya no hay forma de continuar con su ejecución, de forma tal que se cumple el supuesto que exige la norma para que prospere la resolución del contrato por caso fortuito o fuerza mayor. La misma DTN anota que cuando se haya previsto que las actividades del supervisor comprenden la liquidación de la obra, su contrato culmina si dicha liquidación está sometida a arbitraje.

Atendiendo a una consulta final el OECE reitera que la entidad puede resolver el contrato de supervisión frente a la resolución del contrato de obra o frente a la culminación de la ejecución de la obra y, agregamos nosotros, frente al inicio de un procedimiento de reclamación contra su liquidación, porque incluso ese trámite es ajeno a su responsabilidad y escapa de sus alcances. En el arbitraje o en los arbitrajes que puedan generarse el supervisor no tiene ninguna participación y lo que corresponde en tal caso es resolverle su contrato para que no tenga que seguir sin cumplir ninguna función porque ya no tiene ninguna obra que supervisar solo esperar que concluyan esas reclamaciones, renovando fianzas y manteniendo personal y equipos para tareas que no va a realizar nunca más. Esos costos no podrá asumirlos en ningún caso el supervisor. Tendrá que asumirlos la entidad lo que le encarecerá la prestación sin motivo alguno. Por eso deberá resolver el contrato del supervisor a cambio de una liquidación preliminar en la que solo falte agregar o restar lo que en los arbitrajes se determine.

La facultad de la entidad para resolver el contrato de supervisión por haberse resuelto el contrato de ejecución de la obra, empero, requiere que sea notificada al supervisor para que surta efecto. No basta con que se le notifique la resolución del contrato de ejecución de la obra para que el supervisor ya entienda que también se ha resuelto su propio contrato.

En conclusión, para que una de las partes resuelva el contrato por caso fortuito o fuerza mayor debe demostrarse que el hecho además de ser extraordinario, imprevisible e irresistible, imposibilita de manera definitiva continuar con la ejecución de las prestaciones que le fueran encargadas. La entidad, a su turno, puede resolver el contrato de supervisión ante la resolución del contrato de obra, toda vez que ello implica la interrupción de los trabajos que justifican la participación del supervisor. El contrato de supervisión también puede ser resuelto cuando se configure alguno de los supuestos contemplados por la normativa. La culminación del plazo para la ejecución no acarrea la resolución del contrato de supervisión porque es muy probable que la obra requiera de un mayor tiempo que necesariamente debe ser supervisado. En todos los casos, la resolución del contrato de supervisión, incluido aquel que se configura cuando la liquidación de la ejecución de la obra esté en arbitraje, requiere de su notificación para que surta efecto.

La buena noticia, rescatada de esta Opinión 157-2018/DTN, es que el supervisor puede, para optar por la resolución de su contrato, apelar al caso fortuito o fuerza mayor cuando la liquidación de la obra se encuentre en arbitraje y se acredite que no se podrá continuar con la supervisión porque esa labor ha culminado al concluir la ejecución del servicio. No queda nada por supervisarse porque el contratista ha terminado la obra y lo que está en reclamación es la liquidación de esa obra. De esa manera el supervisor no acumulará costos financieros, liberará líneas de crédito, obtendrá su constancia de la prestación y se le pagarán las valorizaciones que estuvieren pendientes. Como debe ser.

RG


No hay que llorar sobre la leche derramada

DE LUNES A LUNES

No es correcto cuestionar las bases de un proceso de selección cuando este ya ha concluido y se han divulgado sus resultados. Si algo parece no ajustado a las normas o a las prácticas usuales o más recomendadas, lo correcto es hacer el cuestionamiento durante la etapa de consultas o de observación a las bases. Lo contrario podría hacer creer que se cuestionan las bases solo porque se ha perdido porque naturalmente no las cuestiona el que ha ganado. Si ese que ha perdido hubiera ganado, desde luego, que no cuestionaría nada. Lo importante es conducirse con corrección.

Lo mismo sucede con las calificaciones de las propuestas. Hay procesos en los que se opta por hacer una calificación lo más objetiva posible al punto que se omite deliberadamente la evaluación de factores referidos al objeto del contrato que en muchos otros procesos resultan determinantes. Esa manera de evaluar puede no resultar correcta para algunos. Si es así, los que así piensan están en plena libertad de formular sus objeciones durante la etapa prevista para ese efecto. No pueden hacerlo cuando el proceso ya ha concluido.

Quienes eligen esa manera de evaluar concentran toda la calificación en la experiencia del personal que se ofrece para el desarrollo de la prestación, que debe cumplir ciertos requisitos muchas veces excesivos, lo cual también debe ser cuestionado, si les parece, antes de la presentación de sobres. También concentran sus baterías en la capacidad del postor como tal, en su capacidad financiera y en la facturación que haya tenido en contratos anteriores lo que demuestra su experiencia específica en la materia que es objeto de la convocatoria.

Esas exigencias, según algunos, convierten los procesos en un concurso de precios en el que gana el postor que ofrece el monto más bajo. Eso no es cierto. Porque los procesos así convocados ponen en evidencia que del total de proveedores que se inscriben como potenciales postores, solo un porcentaje muy reducido termina presentando ofertas y un porcentaje todavía más pequeño termina superando las evaluaciones preliminares para llegar muy pocos a la apertura de propuestas económicas.

¿Está mal que se adjudique a la propuesta económica más baja cuando hay un porcentaje mínimo de postores que han llegado hasta el final pasando por todos los filtros o empatando en la calificación técnica por haber cumplido con todas las exigencias? ¿Prefieren el sorteo? ¿Prefieren que se discriminen las ofertas con criterios de dudosa eficacia?

Hay casos, desde luego, en los que es imprescindible saber cómo enfocará el trabajo el postor, con qué recursos lo hará y qué iniciativas tiene para mejorar el expediente que sirve de base para el proceso. Pero hay otros en los que el trabajo es uno solo y no hay espacio para introducir cambios y dar rienda suelta a la imaginación de cada quien. Dejar esos espacios, en tales circunstancias, más bien puede prestarse a algunas malas interpretaciones. Mejor no hacerlo. Y si no se dejan espacios, no cabe reclamar cuando el proceso está concluido y ya todo está consumado.

En suma, no hay que llorar sobre la leche derramada.

Ricardo Gandolfo Cortés