sábado, 18 de enero de 2025

El cohecho durante la adjudicación de los procesos en la contratación pública

DE LUNES A LUNES

La criminalización de las actividades políticas y empresariales que se ha generalizado en los últimos tiempos en el Perú prioriza la persecución del delito de colusión por sobre el de cohecho, a pesar de que el primero requiere como elemento fundamental del contubernio entre uno o varios funcionarios o servidores públicos y uno o varios interesados en alguna modalidad de adquisición o contratación pública de bienes, obras o servicios (PROPUESTA 875). El cohecho en cambio el funcionario o servidor público acepta o recibe un beneficio ilegal para realizar o dejar de realizar un acto propio de su labor, sin que haya de por medio ningún acuerdo directo y específico con el interesado.

¿Por qué se prioriza la persecución del delito de colusión aun en las circunstancias en que está claro que el delito que se ha perpetrado es el de cohecho? La razón es muy simple. La colusión agravada que es la que ocasiona un perjuicio patrimonial prescribe a los veintidós años y medio de haberse perpetrado. El cohecho pasivo, por su parte, si es impropio, esto es, si se perpetra sin faltar a una obligación prescribe a los doce años; y si es propio, esto es, si se perpetra en violación de una obligación prescribe a los quince años de haberse cometido.

Si vencen los primeros plazos la única forma que se tiene para continuar persiguiendo a un funcionario o servidor público es imputándole el delito de colusión agravada para cuyo efecto es necesario acreditar un acuerdo de voluntades con el o los interesados destinado a causar un indispensable perjuicio patrimonial contra el Estado.

Los actos de corrupción que hasta la fecha se ventilan en los tribunales de justicia en el país y que involucran importantes obras públicas giran únicamente en torno a la adjudicación de los respectivos contratos. Lo declarado por quienes se han acogido a la figura de la colaboración eficaz parece indicar que los funcionarios o servidores públicos comprometidos en estos ilícitos han aceptado o recibido un donativo, promesa o cualquier otra ventaja o beneficio indebido por realizar un acto propio de su cargo o empleo, sin faltar a su obligación, pero favoreciendo abiertamente a un determinado postor, incurriendo por tanto en cohecho pasivo impropio. Eventualmente, algún funcionario o servidor público puede haber solicitado directa o indirectamente ese donativo, promesa o cualquier otra ventaja o beneficio indebido para lo mismo. En tal hipótesis, el delito sigue siendo cohecho pasivo, aunque ya no impropio, sino propio y se hace merecedor comprensiblemente a una pena mayor pero sin llegar a la prevista para la colusión.

La colusión, en estos casos, confronta un problema difícil de superar y ese es la demostración del perjuicio patrimonial. Los donativos, promesas, ventajas o beneficios indebidos provienen sin duda alguna del patrimonio del interesado que provoca el delito, cuando hay ese acuerdo de voluntades. No  es dinero que se extrae del tesoro de la Nación. No son fondos públicos. Son los privados que prefieren incurrir en este delito en el afán de asegurarse una adjudicación que quizás podrían haberla logrado igualmente sin recurrir a esta práctica ilegal y sin correr el riesgo inminente de terminar privados de la libertad.

Algunas teorías deslizan la idea de que lo que invierten en asegurarse la adjudicación lo recuperan luego durante la ejecución contractual a través de las adendas y los adicionales y con esa tesis, así de simple, han satanizado a estos elementos fundamentales para el avance y la culminación de las obras al punto que no suscribirlas ni otorgarlos ha condenado a la economía nacional virtualmente a la parálisis al tener múltiples proyectos detenidos porque ningún funcionario o servidor público se atreve a conceder un adicional o a formalizar una adenda.

Para esclarecer conceptos hay que empezar por señalar que los adicionales son aquellas obras que no estaban previstas en los planos pero que resultan indispensables para poder concluir el contrato. El puente que cruza un río que ha desviado su cauce y que de pronto interrumpe el trazo de una carretera. Hay que hacerlo. No estaba en los planos porque cuando se hicieron los estudios el río pasaba muy lejos de allí y no había ninguna posibilidad de que incremente su caudal y se desborde hasta esos límites. Pero sucedió. Como suceden ahora muchos fenómenos que no se pueden predecir. Pues bien, hay que hacer el puente. Es una obra adicional. Hay que incorporarlo en el contrato. Hay que redactar y firmar una adenda y cuantificar todos sus costos: mano de obra, materiales y equipos. De lo contrario, no se hace el puente y no se acaba la carretera.

Y como ese pueden citarse muchos ejemplos. Se han elaborado hasta estadísticas que revelan los porcentajes de incidencia de adicionales según la clase de obra. Se puede sostener, con algunas excepciones, que de ordinario las obras extendidas como carreteras, canales, líneas de transmisión y similares tienen más adicionales que las obras concentradas en un terreno que puede estudiarse hasta en el más mínimo detalle: edificaciones, comercios, industrias, los mismos puentes y algunas centrales. En estos casos, construir puede parecer tan simple como armar un rompecabezas en el que todo está definido, hasta el tornillo más pequeño, como lo hemos sostenido en reiteradas oportunidades. Obviamente, allí es menos probable tener adicionales.

En las carreteras no es posible estudiar todo el terreno y por eso mismo se hacen perforaciones cada cierto trecho y se analiza el material, se hacen pruebas y se decide cómo construir las capas que vienen encima sobre la base de las ponderaciones que se hacen de los resultados que se obtienen. Nada garantiza empero que entre una perforación y otra el terreno se comporte de otra manera y requiera más piedra, más concreto y más fierro o capas de mayores espesores lo que eleva los costos pero garantiza un mejor rendimiento de la pista.

Los adicionales no pueden inventarse para generarle al contratista un ingreso mayor porque además todos los costos están debidamente registrados y contrastados con los cuadernos de avance de obras y con las verificaciones que deben realizarse. Muchos profesionales participan en la ejecución, inspección y supervisión como para poder crear la obligación de pagar por una obra inexistente. Habría que concertar con muchas voluntades y eso se torna virtualmente imposible en un contexto de transparencia donde todo se puede grabar o filmar. De allí la importancia de no limitar las labores de inspección y supervisión directa y permanente de todo proyecto.

Si el contratista que incurre en cohecho no puede recuperar el dinero que ha empleado para ganar la buena voluntad del funcionario o servidor público, ¿qué hace? Pues nada. Se resigna a disminuir su utilidad que habitualmente está por encima de otros negocios y se concentra en tratar de lograr que se le pague lo más pronto posible para pagar los préstamos que puede haber obtenido a tasas preferenciales con lo que se asegura una utilidad financiera marginal que puede resultar atractiva y sobre la que perfectamente puede apuntar todo su esfuerzo.

Para lograr que se le pague lo más pronto posible se preocupa por hacer un buen trabajo que no sea observado ni cuestionado por sus inspectores y supervisores que son otros profesionales distintos de aquellos que participaron en la adjudicación de los contratos.

¿Dónde está el perjuicio patrimonial? Difícil encontrarlo. Al preocuparse en hacer un buen trabajo el contratista se empeña igualmente en gastar la menor cantidad de dinero. De un lado, si la obra es a suma alzada, para optimizar sus recursos y maximizar su ganancia. Del otro, si es a precios unitarios, para no ser cuestionado y estar al final incluso por debajo del promedio de costos de obras de idénticas características.

La prueba ácida es una pericia, como lo hemos dichos siempre. Si se hace una pericia, se detectará cuánto se ha invertido en una obra, es decir, cuánto costó una obra. Luego se compara ese monto con lo que realmente se gastó en ella. Si los precios coindicen, no hay perjuicio. Si se gastó más de lo que está invertido en la obra, hay que determinar los motivos. Puede ser porque se tuvieron que hacer obras que luego se demolieron y reemplazaron por otras; puede ser porque se hicieron obras temporales para permitir los accesos al proyecto principal; puede ser por otras razones. Pero también puede ser porque alguien se dio maña para esquilmar los fondos públicos. Si ese es la conclusión, pues ese delito debe perseguirse con todo rigor. Sin embargo, no es lo habitual.

Lo habitual no solo es que los montos coincidan sino que los costos de la obra sean muy menores a los promedios de las mismas obras en otros lugares del país o incluso de otros países en condiciones más o menos parecidas. Eso significa que no hay perjuicio patrimonial. Hay delito, desde luego, en la adjudicación de esos contratos. Pero no hay delito en la ejecución de esas obras. Hay que sancionar el delito perpetrado en la etapa previa a la suscripción de los contratos pero no sancionar el delito perpetrado durante la ejecución de esos contratos, si es que no hubo ningún delito en esta etapa.

Es imposible sostener que otro postor hubiera ejecutado la obra a menores precios y que la diferencia de esos precios constituye el perjuicio para el Estado si queda demostrado que las obras se hicieron a los menores costos del mercado. Quizás los perjudicados pudieron ser esos otros postores que hubieran podido ganar las licitaciones pero esa es una especulación que escapa de los alcances del derecho y que en todo caso reporta un perjuicio patrimonial para un tercero y no para el Estado.

Tampoco es posible sostener que todas las obras se inventaron para satisfacer las necesidades de algunos postores coludidos con otros malos funcionarios y servidores públicos porque los informes de rendimiento de cada uno de esos proyectos revelan que eran muy necesarios y que cumplen cabalmente con sus objetivos, alcanzando niveles de uso muy por encima de los estimados iniciales. La realidad ha aclarado a esas opiniones de mala fe que se difunden con el ánimo de crear suspicacias respecto de convocatorias y proyectos. Exactamente como se hizo hace más de 60 años con el alcalde de Lima Luis Bedoya Reyes que visionariamente ideó la vía expresa del Paseo de la República que hoy lleva su nombre y que se cuestionó duramente porque se dijo que era una obra innecesaria para la Lima de entonces aduciéndose que no iban a haber suficientes autos para pasar por el famoso zanjón. Ni bien fue inaugurado se llenó de vehículos demostrando su gran utilidad. Lo mismo pasa con los proyectos de hoy que pueden haberse adjudicado apelando a malas prácticas y delitos manifiestos pero cuya necesidad e idoneidad nadie puede poner en duda a juzgar por los resultados que reportan los índices que divulgan las entidades encargadas de sus verificaciones.

Lo real parece ser que pese a haber nacido de actos de corrupción durante el proceso de adjudicación se hicieron las obras sin ocasionar ningún perjuicio patrimonial para el Estado. No existe ningún peritaje que demuestre que ha habido perjuicio. Es más, la información que la inteligencia artificial reporta confirma que los precios con los que se ha construido aquí son menores de los invertidos en cualquier otra región del mundo, con lo que contrapone a los cuestionamientos sin fundamento la sólida contundencia de la verdad que revela el auténtico peritaje universal al que los avances de la tecnología permiten acceder.

Nada de ello exonera de responsabilidad a quienes perpetraron el delito durante la etapa de elaboración de bases, de presentación y evaluación de propuestas y de adjudicación de la buena pro. Contra ellos debe caer todo el peso de la ley.

Ricardo Gandolfo Cortés

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