DE LUNES A LUNES
La criminalización de las actividades políticas y
empresariales que se ha generalizado en los últimos tiempos en el Perú prioriza
la persecución del delito de colusión por sobre el de cohecho, a pesar de que
el primero requiere como elemento fundamental del contubernio entre uno o
varios funcionarios o servidores públicos y uno o varios interesados en alguna
modalidad de adquisición o contratación pública de bienes, obras o servicios
(PROPUESTA 875). El cohecho en cambio el funcionario o servidor público acepta
o recibe un beneficio ilegal para realizar o dejar de realizar un acto propio
de su labor, sin que haya de por medio ningún acuerdo directo y específico con
el interesado.
¿Por qué se prioriza la persecución del delito de
colusión aun en las circunstancias en que está claro que el delito que se ha
perpetrado es el de cohecho? La razón es muy simple. La colusión agravada que
es la que ocasiona un perjuicio patrimonial prescribe a los veintidós años y
medio de haberse perpetrado. El cohecho pasivo, por su parte, si es impropio,
esto es, si se perpetra sin faltar a una obligación prescribe a los doce años;
y si es propio, esto es, si se perpetra en violación de una obligación
prescribe a los quince años de haberse cometido.
Si vencen los primeros plazos la única forma que se
tiene para continuar persiguiendo a un funcionario o servidor público es
imputándole el delito de colusión agravada para cuyo efecto es necesario
acreditar un acuerdo de voluntades con el o los interesados destinado a causar
un indispensable perjuicio patrimonial contra el Estado.
Los actos de corrupción que hasta la fecha se ventilan
en los tribunales de justicia en el país y que involucran importantes obras
públicas giran únicamente en torno a la adjudicación de los respectivos
contratos. Lo declarado por quienes se han acogido a la figura de la
colaboración eficaz parece indicar que los funcionarios o servidores públicos
comprometidos en estos ilícitos han aceptado o recibido un donativo, promesa o
cualquier otra ventaja o beneficio indebido por realizar un acto propio de su
cargo o empleo, sin faltar a su obligación, pero favoreciendo abiertamente a un
determinado postor, incurriendo por tanto en cohecho pasivo impropio.
Eventualmente, algún funcionario o servidor público puede haber solicitado
directa o indirectamente ese donativo, promesa o cualquier otra ventaja o
beneficio indebido para lo mismo. En tal hipótesis, el delito sigue siendo cohecho
pasivo, aunque ya no impropio, sino propio y se hace merecedor
comprensiblemente a una pena mayor pero sin llegar a la prevista para la
colusión.
La colusión, en estos casos, confronta un problema
difícil de superar y ese es la demostración del perjuicio patrimonial. Los
donativos, promesas, ventajas o beneficios indebidos provienen sin duda alguna
del patrimonio del interesado que provoca el delito, cuando hay ese acuerdo de
voluntades. No es dinero que se extrae
del tesoro de la Nación. No son fondos públicos. Son los privados que prefieren
incurrir en este delito en el afán de asegurarse una adjudicación que quizás
podrían haberla logrado igualmente sin recurrir a esta práctica ilegal y sin
correr el riesgo inminente de terminar privados de la libertad.
Algunas teorías deslizan la idea de que lo que
invierten en asegurarse la adjudicación lo recuperan luego durante la ejecución
contractual a través de las adendas y los adicionales y con esa tesis, así de
simple, han satanizado a estos elementos fundamentales para el avance y la
culminación de las obras al punto que no suscribirlas ni otorgarlos ha
condenado a la economía nacional virtualmente a la parálisis al tener múltiples
proyectos detenidos porque ningún funcionario o servidor público se atreve a
conceder un adicional o a formalizar una adenda.
Para esclarecer conceptos hay que empezar por señalar
que los adicionales son aquellas obras que no estaban previstas en los planos
pero que resultan indispensables para poder concluir el contrato. El puente que
cruza un río que ha desviado su cauce y que de pronto interrumpe el trazo de
una carretera. Hay que hacerlo. No estaba en los planos porque cuando se
hicieron los estudios el río pasaba muy lejos de allí y no había ninguna
posibilidad de que incremente su caudal y se desborde hasta esos límites. Pero
sucedió. Como suceden ahora muchos fenómenos que no se pueden predecir. Pues
bien, hay que hacer el puente. Es una obra adicional. Hay que incorporarlo en
el contrato. Hay que redactar y firmar una adenda y cuantificar todos sus
costos: mano de obra, materiales y equipos. De lo contrario, no se hace el
puente y no se acaba la carretera.
Y como ese pueden citarse muchos ejemplos. Se han
elaborado hasta estadísticas que revelan los porcentajes de incidencia de
adicionales según la clase de obra. Se puede sostener, con algunas excepciones,
que de ordinario las obras extendidas como carreteras, canales, líneas de
transmisión y similares tienen más adicionales que las obras concentradas en un
terreno que puede estudiarse hasta en el más mínimo detalle: edificaciones,
comercios, industrias, los mismos puentes y algunas centrales. En estos casos,
construir puede parecer tan simple como armar un rompecabezas en el que todo
está definido, hasta el tornillo más pequeño, como lo hemos sostenido en
reiteradas oportunidades. Obviamente, allí es menos probable tener adicionales.
En las carreteras no es posible estudiar todo el
terreno y por eso mismo se hacen perforaciones cada cierto trecho y se analiza
el material, se hacen pruebas y se decide cómo construir las capas que vienen
encima sobre la base de las ponderaciones que se hacen de los resultados que se
obtienen. Nada garantiza empero que entre una perforación y otra el terreno se
comporte de otra manera y requiera más piedra, más concreto y más fierro o
capas de mayores espesores lo que eleva los costos pero garantiza un mejor
rendimiento de la pista.
Los adicionales no pueden inventarse para generarle al
contratista un ingreso mayor porque además todos los costos están debidamente
registrados y contrastados con los cuadernos de avance de obras y con las
verificaciones que deben realizarse. Muchos profesionales participan en la
ejecución, inspección y supervisión como para poder crear la obligación de
pagar por una obra inexistente. Habría que concertar con muchas voluntades y
eso se torna virtualmente imposible en un contexto de transparencia donde todo
se puede grabar o filmar. De allí la importancia de no limitar las labores de
inspección y supervisión directa y permanente de todo proyecto.
Si el contratista que incurre en cohecho no puede
recuperar el dinero que ha empleado para ganar la buena voluntad del
funcionario o servidor público, ¿qué hace? Pues nada. Se resigna a disminuir su
utilidad que habitualmente está por encima de otros negocios y se concentra en
tratar de lograr que se le pague lo más pronto posible para pagar los préstamos
que puede haber obtenido a tasas preferenciales con lo que se asegura una
utilidad financiera marginal que puede resultar atractiva y sobre la que
perfectamente puede apuntar todo su esfuerzo.
Para lograr que se le pague lo más pronto posible se preocupa
por hacer un buen trabajo que no sea observado ni cuestionado por sus
inspectores y supervisores que son otros profesionales distintos de aquellos
que participaron en la adjudicación de los contratos.
¿Dónde está el perjuicio patrimonial? Difícil
encontrarlo. Al preocuparse en hacer un buen trabajo el contratista se empeña
igualmente en gastar la menor cantidad de dinero. De un lado, si la obra es a
suma alzada, para optimizar sus recursos y maximizar su ganancia. Del otro, si
es a precios unitarios, para no ser cuestionado y estar al final incluso por
debajo del promedio de costos de obras de idénticas características.
La prueba ácida es una pericia, como lo hemos dichos
siempre. Si se hace una pericia, se detectará cuánto se ha invertido en una
obra, es decir, cuánto costó una obra. Luego se compara ese monto con lo que
realmente se gastó en ella. Si los precios coindicen, no hay perjuicio. Si se
gastó más de lo que está invertido en la obra, hay que determinar los motivos.
Puede ser porque se tuvieron que hacer obras que luego se demolieron y
reemplazaron por otras; puede ser porque se hicieron obras temporales para
permitir los accesos al proyecto principal; puede ser por otras razones. Pero
también puede ser porque alguien se dio maña para esquilmar los fondos
públicos. Si ese es la conclusión, pues ese delito debe perseguirse con todo rigor.
Sin embargo, no es lo habitual.
Lo habitual no solo es que los montos coincidan sino
que los costos de la obra sean muy menores a los promedios de las mismas obras
en otros lugares del país o incluso de otros países en condiciones más o menos
parecidas. Eso significa que no hay perjuicio patrimonial. Hay delito, desde
luego, en la adjudicación de esos contratos. Pero no hay delito en la ejecución
de esas obras. Hay que sancionar el delito perpetrado en la etapa previa a la
suscripción de los contratos pero no sancionar el delito perpetrado durante la
ejecución de esos contratos, si es que no hubo ningún delito en esta etapa.
Es imposible sostener que otro postor hubiera
ejecutado la obra a menores precios y que la diferencia de esos precios
constituye el perjuicio para el Estado si queda demostrado que las obras se
hicieron a los menores costos del mercado. Quizás los perjudicados pudieron ser
esos otros postores que hubieran podido ganar las licitaciones pero esa es una
especulación que escapa de los alcances del derecho y que en todo caso reporta
un perjuicio patrimonial para un tercero y no para el Estado.
Tampoco es posible sostener que todas las obras se
inventaron para satisfacer las necesidades de algunos postores coludidos con
otros malos funcionarios y servidores públicos porque los informes de
rendimiento de cada uno de esos proyectos revelan que eran muy necesarios y que
cumplen cabalmente con sus objetivos, alcanzando niveles de uso muy por encima
de los estimados iniciales. La realidad ha aclarado a esas opiniones de mala fe
que se difunden con el ánimo de crear suspicacias respecto de convocatorias y
proyectos. Exactamente como se hizo hace más de 60 años con el alcalde de Lima
Luis Bedoya Reyes que visionariamente ideó la vía expresa del Paseo de la
República que hoy lleva su nombre y que se cuestionó duramente porque se dijo
que era una obra innecesaria para la Lima de entonces aduciéndose que no iban a
haber suficientes autos para pasar por el famoso zanjón. Ni bien fue inaugurado
se llenó de vehículos demostrando su gran utilidad. Lo mismo pasa con los
proyectos de hoy que pueden haberse adjudicado apelando a malas prácticas y
delitos manifiestos pero cuya necesidad e idoneidad nadie puede poner en duda a
juzgar por los resultados que reportan los índices que divulgan las entidades
encargadas de sus verificaciones.
Lo real parece ser que pese a haber nacido de actos de
corrupción durante el proceso de adjudicación se hicieron las obras sin
ocasionar ningún perjuicio patrimonial para el Estado. No existe ningún
peritaje que demuestre que ha habido perjuicio. Es más, la información que la
inteligencia artificial reporta confirma que los precios con los que se ha
construido aquí son menores de los invertidos en cualquier otra región del
mundo, con lo que contrapone a los cuestionamientos sin fundamento la sólida
contundencia de la verdad que revela el auténtico peritaje universal al que los
avances de la tecnología permiten acceder.
Nada de ello exonera de responsabilidad a quienes
perpetraron el delito durante la etapa de elaboración de bases, de presentación
y evaluación de propuestas y de adjudicación de la buena pro. Contra ellos debe
caer todo el peso de la ley.
Ricardo Gandolfo Cortés

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