DE
LUNES A LUNES
Ricardo Gandolfo Cortés
La Ley de Contrataciones y
Adquisiciones del Estado, así denominada, entró en vigencia en 1998, de la mano
de su Reglamento. Desde entonces ha tenido varias reformas y ha enfrentado
múltiples intentos de derogarla o de cambiarla radicalmente que provienen de
los más diversos e inesperados sectores. El suscrito, como sabe el lector, fue
el autor del proyecto original de esa norma pionera en muchas conquistas pero
fundamentalmente en la unificación legislativa y de órganos administrativos y
en la incorporación del arbitraje como mecanismo obligatorio de solución de
controversias en los contratos derivados de los procesos de selección que se
convocan bajo su imperio.
Recuerdo de manera particular los
primeros combates que tuve que librar con mis buenos amigos constructores que
añoraban los tiempos del Reglamento Único de Licitaciones y Contratos de Obras
Públicas, una de cuyas virtudes fue su permanencia en el tiempo y su
extraordinaria capacidad de adaptarse a las transformaciones que los años
traían en el mundo que regulaba. Los contratistas ejecutores de obras no
concebían que pueda existir un tribunal administrativo sin que un constructor
–que conoce sus problemas– lo integre y que dirima los conflictos que se
susciten con las entidades del Estado. Estaban acostumbrados a los tribunales
del CONSULCOP que incluían a representantes de la poderosa Cámara Peruana de la
Construcción. Debí persuadirlos de que no era lo mejor que el gato este de
despensero con el agravante de que muchas veces ese mismo gato debía abstenerse
de resolver las reclamaciones de otros contratistas ejecutores de obras porque
eran socios o lo iban a ser en otras licitaciones o en otros proyectos o
estaban de alguna otra forma vinculados comercialmente lo que hacía imposible
que uno sea el juez del otro, con lo que la supuesta prerrogativa de que
gozaban en apariencia se esfumaba en la práctica.
La revolución normativa que estudian
muchos expertos que vienen de otros países, y que quisieran llevársela, hizo
posible la creación del CONSUCODE –nombre que sin razón valedera se ha cambiado
por el de Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE)–, en el
que confluyeron los órganos administrativos preexistentes, como el mismo
CONSULCOP y el CONASUCO, que administraba la Ley de Consultoría 23554 y el
Reglamento General de las Actividades de Consultoría, cuya última versión también
tuve la suerte de revisar y corregir en 1987. Esa concentración permitió que
los funcionarios públicos no tengan que adiestrarse más en el manejo de varias
leyes y reglamentos sino en una sola ley y en un solo reglamento para elaborar
bases y términos de referencia, para convocar y organizar licitaciones y
administrar y liquidar toda clase de contratos.
Al amparo de esas innovaciones nació el
Tribunal de Contrataciones del Estado que integran vocales especializados que
resuelven las impugnaciones que se interponen en los procesos de selección
desde la convocatoria hasta el otorgamiento de la buena pro y la suscripción
del contrato. Después de eso, cualquier reclamación se dilucida en la vía arbitral
o previamente mediante una conciliación si es que este último procedimiento
estuviese así previsto por las partes. Esta manera rápida y eficaz de dirimir
las discrepancias ha despertado la lógica oposición de quienes desde el sector
público viven para dilatar procesos, obstaculizar el cumplimiento de
determinadas obligaciones o simplemente para no pagar a sus contratistas, en la
creencia, a veces sincera, de que el papel del funcionario es perseguir a su
proveedor, reducir sus ingresos y finalmente hacerlo quebrar. Como sucedía
antes, cuando agotada la vía administrativa el contratista se abstenía de
proseguir su reclamación en el Poder Judicial porque allí iba a perder con toda
seguridad diez años de su vida y muy probablemente iba a gastar más dinero del
que formaba parte de su pretensión.
Es cierto que ahora hay funcionarios
que piensan de otra manera y que contribuyen al desarrollo del país facilitando
la ejecución de los contratos y no entorpeciéndola. No menos cierto es, sin
embargo, que sus órganos de control y la propia Contraloría General suelen
desanimarlos con la apertura de procedimientos destinados a encontrar
responsabilidades donde no las hay. Esa evidencia no quita en absoluto la
obligación de perseguir y sancionar la corrupción con todo el peso de la ley.
Pero para eso hay mecanismos y fórmulas que no deberían afectar el progreso del
país y de sus contratistas serios y honestos que los hay y en mucho mayor
número de lo que se cree.
Ello, no obstante, subsisten los enemigos
del arbitraje, los que quisieran que los contratistas vuelvan a sufrir más de
la cuenta peregrinando por una ampliación de plazo o por un adicional,
pretensión esta última que han encontrado la manera de extraerla de la
competencia jurisdiccional de los árbitros en el afán de quitarle alas y
espacios a este mecanismo de solución de diferencias. Lo han logrado, sin
descaro. Y quieren más. Quieren proscribir el arbitraje de toda la contratación
pública, de ese campo donde tan buenos resultados ha dado. Antes de 1998 no
había solución para múltiples conflictos y las obras se quedaban paralizadas.
Hoy hay solución para todo y las obras se terminan y se ponen en
funcionamiento. Eso de por sí ya debería ser suficiente para ponderar este
sistema que muchos países empiezan a reproducir con algunas variantes en sus
respectivas legislaciones.
Subsisten también los estilistas de
siempre que anhelan la norma perfecta y que sólo piensan en modificar los
dispositivos con la sana intención de mejorar sus alcances y sus resultados. El
objetivo es bueno siempre que no se pretenda hacer modificaciones traumáticas
como la que se quiso hacer en el 2008 al amparo de la colaboración del Banco
Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo cuyos delegados, sin embargo,
tardaron en familiarizarse con la idiosincrasia, las buenas y malas prácticas y
los riesgos de la actividad de contratar con el Estado. Pronto comprendieron
que no es posible administrarnos con una ley marco de disposiciones muy
generales y de un reglamento light dejando todo lo demás en manos de los
comités especiales y de las bases y términos de referencia de cada proceso.
Sería el pandemónium, por decir lo menos. Aquí, como en muchos países, hay que
regular en detalle varias cuestiones y no dejar librado al azar más que algunos
aspectos que dependen de lo que es objeto de la convocatoria.
Está muy bien que las normas se vayan
perfeccionando con el paso del tiempo y que vayan incorporando dentro de sus
textos lo que la experiencia va aconsejando. Pero eso debe ser progresivo,
paulatino. No brusco, ni total. Las más importantes reformas son las que se
hacen por partes, sin quebrar un ordenamiento que funciona como un reloj suizo
y al que solo se le puede ir ajustando una que otra pieza, cuidando de que por
tocar una no se afloje otra. Como se hizo en su momento con el RULCOP y que
tanto éxito cosechó.
Defendamos y cuidemos lo que tenemos
que nos ha costado mucho. No olvidemos que otros quieren copiar lo que algunos
de nosotros queremos eliminar. Esa es la paradoja de nuestro tiempo contra la
que, sin embargo, debemos sublevarnos hasta vencer.
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